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El otro en soledad






Me inquieta la profundidad del mundo exterior. Duque, el astronauta español que viajaba en una de las últimas expediciones al espacio, debió vernos insignificantes. Nos vio como lo que somos: diminutos. Nosotros le enviamos al espacio con un invento nuestro para que, remitiéndose a las pruebas en unos casos y a las experiencias personales en otros, nos comunicara historias sorprendentes desde aquella inmensa soledad en medio de los mundos. Me apasiona y me intriga la leyenda de tantos hombres, que a lomos de la soledad, a costa de sus bienes, incluso a veces de su vida, lograron llegar donde querían. Me desbordan los mensajes que hablan de un futuro mejor: la prolongación de la vida, el experimento de una ciudad en el espacio, la robotización de todos los trabajos y, en fin, la espesa nube de medicamentos y artefactos que ayudarán a cambiar el concepto que ahora tenemos de las cosas.

Pero subir más alto, llegar más lejos, vivir más y mejor acomodado tiene un precio, incluso para quienes lo tienen casi todo. Algo nos motiva. Alguien nos empuja para que sigamos... Un diario vasco publicaba un debate en el que intervenían psicólogos, responsables del teléfono de la esperanza y afectados por el síndrome de la soledad. Los primeros matizaban que debemos estimular las emociones desde la familia, que es importante querer y sentirse querido; los segundos, sólo buscan alivio, alguien que hable, que escuche sus problemas.

Al hilo de estas historias uno se da cuenta de que más allá de todas las diferencias que puedan existir entre nosotros de raza y pensamiento, todos, en algún momento de nuestra vida, hemos padecido la soledad. A veces, ha sido necesaria para recapacitar, para recomponer nuestra existencia. Y hemos mirado a los demás. Y nos hemos sentido mirados. Extraños y extrañados. En compañía de mucha gente, pero solos. Porque al final, en la decisión más importante, aquella que va a afectar a nuestro futuro, estaremos solos. Poco importará entonces nuestro cargo y para nada servirá lo que digan las gentes más cercanas.Vamos y venimos a instancias de asuntos urgentes que impiden conocer más de cerca a quienes se mueven por los mismos sitios.

Así he pasado la jornada, bajo el efecto que me dejan los versos del ovetense Angel González (Premio Príncipe de Asturias, 1985).

“Pero si tu me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa.
Verán viva mi carne,
pero será otro hombre–oscuro, torpe, malo–
el que lo habita...”

Son pequeños fragmentos que muestran la sensación de angustia que nos amenaza, que detectamos, que queremos intuir cuando el otro nos falta. Nos refugiamos en el otro. El otro es nuestra morada, nuestra disculpa, nuestra razón de ser. El otro es todo. Nos mima, nos cuída, nos perdona. Vive para que vivamos. Se desprende de todo para que alcancemos nuestro sueño. El otro es lo máximo, lo último, la señal, el principio y el fin. El otro y los otros, que viven en inquietudes parecidas, atrapados entre miles de pequeñas bombillas. Y al final, como dictan los versos de Antonio Colinas, sólo necesitamos un espacio pequeño para encontrar la paz.

“Perdámonos o deja que me pierda en ti,
o acaso tras las tapias,
también de bronce,
de ese mínimo huerto”.






CRÓNICAS FIN DE SIGLO

Diario Palentino


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