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Mañana en la Ojeda



El amanecer helado acompaña mi estado de ánimo, el sol invernal es aún muy joven y salir a la calle sobrecoge. La luz, todavía tierna, no se atreve apenas a suavizar la flageladora mañana.

Colinas propias de un nacimiento navideño abrazan el pueblo y le protegen, sus laderas boscosas descienden sin prisa al encuentro del llano. Junto a la pradera el río corre callado; sólo yo, en medio de la Ojeda, contemplo la escena y veo a la cigüeña batir sus alas, quizá para desperezarse, quizá por aburrimiento. Cascabelea el río sólo unos metros más allá y dos perros se enredan en una pelea en alguna esquina detrás de la iglesia. El románico dejó por aquí joyas que debieran ser patrimonio de la Humanidad pero ninguna cayó en este pueblo, una construcción noble y anciana hace las veces de parroquia.

La quietud se adueñó anoche del pueblo pero ya le queda poco tiempo de opresión. Casas modernas, ladrillo cara vista y puerta de chapa, alternan con otras tradicionales y dan forma a un casco urbano que no ha podido conservar patrimonio ni historia.

El aire es trasparente, trae y lleva sonidos y olores tempranos por todas las calles. Un vientecillo liviano disipa la niebla y arrastra un estremecimiento; los olmos se agitan nerviosos y la cigüeña empieza a machacar el ajo de su monótona jornada. De pronto en un rincón se oye una puerta y una voz saluda, un tractor invade las calles con toses que parecen juramentos y la carrera de un niño se quita del medio por si acaso.

Empieza la vida y las calles se animan sin prisas ni agitación. El sol mañanero se hace adulto y dos hombres conversan después de un desayuno campesino, qué sabrán de esto en la ciudad, mientras las sombras se van achicando. Crece el día, mejora la mañana y amistades y aprecios van y vienen por las calles repartiendo buena vecindad, la camaradería se vive de cerca a pesar de conocerse de tantos años.

Cuando el sol está en todo lo alto el bar abre sus puertas. Sólo sábados y domingo, para qué más. Ya no hay cura ni maestro que presidan, pero las costumbres quedan y todos terminan por encontrarse allí; nadie bebe el vino peleón de antaño, sustituido por sofisticaciones anglosajonas, pero las gentes son las mismas, siguen teniendo el espíritu de familiaridad que siempre les ha señalado, que siempre les ha salvado. Tengo que irme precipitadamente pero no soy el mismo que llegó cuando el amanecer helado acompañaba mi estado de ánimo.






Cuaderno de Pedro de Hoyos
Es Palencia; es Castilla, oiga

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