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Bernardo, el cagantinero



Pablo Espina Puerta 
Premio Provincial                                                

Año 2014
294 relatos cortos
16 cuentos al premio provincial
Pregonero literario: José Luis Tejerina




La voz potente y cavernosa del Prior resuena envolviendo todas las piedras de la Sala Capitular, cincelando, de nuevo; cada uno de sus capiteles y erizando el vello de los allí presentes. Sobre todo el del acusado.

Por la Gracia de Dios y la Iluminación del Espíritu Santo, imponemos a Bernardo, el cagantinero, después de juzgados los hechos pecaminosos que se le imputan, a cumplir la penitencia de…
Permítanme, ante todo y con el fin de una mínima comprensión,  que les cuente mis infortunios: soy Bernardo, un muchacho de la aldea de Santa Olalla, cerca del monasterio de Santa María. Mi profesión es cagantinero: recojo la cagantina de los perros y luego la vendo a la curtiduría del convento para que, aprovechándose de los taninos de las heces; curtan las pieles y las conviertan en unas estupendas vitelas.

Hasta aquí todo normal. Bueno, normal, normal; no. Porque ni yo, ni lo que me ocurre, es normal.

Primera rareza: estoy obsesionado con las imágenes, pintadas o esculpidas me dan igual. Tanto las pinturas como los capiteles o los canecillos provocan en mí esa doble sensación de, admiración por un lado, ¿Cómo lo habrán esculpido?, ¿Estaría la imagen dentro de la piedra?...; pero también, por otro lado, de inquietud, de perturbación; ¿Qué me quieren decir?, ¿Será verdad todo lo que cuentan?...; Siento como si las imágenes me hablaran, me miraran; y eso que, a fin de cuentas, ellas han sido mi perdición.

Otra rareza: Creo que el infierno existe – porque así nos lo han predicado- y, dadas las circunstancias pecaminosas en las que me encuentro, no puedo desembarazarme de esa zozobra. Parece que siento y huelo el olor de mi carne despellejada y quemada.

Pero yo no sabía que mi acción fuera un pecado tan grave. Lo peor han sido las consecuencias terrenales: he de entregar la mitad de la cagantina que recoja al monasterio y además, ayudar a misa de acólito durante las témporas de primavera ¡Casi nada! ¡Cuándo más defecan los perros!

Y lo peor está por venir… el castigo divino. Aunque si cumplo la penitencia…

Si a todas estas “peculiaridades” unimos el oficio tan singular que tengo, el resultado no puede ser más angustioso: me perturban las imágenes porque me hablan de pecados y del infierno y yo, pobre pecador, tengo que pasarme el día persiguiendo a los perros esperando a que caguen para así poder vivir. Me paso el día devanándome los sesos y solamente he encontrado cierta explicación cuando todo esto se vuelve al revés y las heces de los perros provocan a las esculturas – que al fin y al cabo fue lo que pasó – y yo tomo la decisión, pecaminosa y equivocada, según dice el Prior, pues ¡hala Bernardo!; a las puertas del infierno.

Me van ustedes a perdonar, tocan a vísperas y tengo que ayudar en la misa para ir cumpliendo mi penitencia. Más adelante continuaré desahogándome, si es que puedo.

Aunque el desempeñar la labor de acólito requiera bastante  recogimiento, estar viendo la tonsura de Fray Pere iluminada por las velas de sebo, me invita a volar, a escaparme siguiendo el camino del incienso.
“Introibo ad altare Dei…”  - entona fray Pere.

Sí. Subiré al altar de Dios. Estoy mejor aquí, en el presbiterio, debajo del Pantocrátor y rodeado de los apóstoles para que me protejan porque si miro en dirección sur y veo esas pinturas, me entran hasta escalofríos.

Miradas de reojo parecen aun más horribles: la pintura superior con esos dos demonios lanzando almas a esa caldera con el fuego crepitando… y la inferior con esos amigos de Lucifer flagelando almas y arrojándolas a esa boca terrorífica… ¡Dios qué miedo!

¡Qué desazón! Creo que el infierno existe ¿o no?

 “…Sed libera nos a malo…”

Más líbranos del mal… Sí, Señor, líbrame del mal. Ese mal que será como esa víbora gorda con cabeza de monstruo que está en ese capitel. O como aquellas dos serpientes mordiendo los pechos de una mujer ¡qué dolor!

Me acuerdo cuando fuimos a la aldea de Vallespinoso para ver a los parientes, me gustaría ser como ese Sansón desquijarando al león o como San Jorge luchando contra ese dragón, pero… para empezar no tengo ni espada

¡Qué desamparo! Creo que el infierno existe ¿o no?

“Gloria in excelsis Deo…” – canta solemnemente el fraile.

Sí. Gloria a Dios en las alturas. En las alturas estaba ese capitel que he visto en Santa Cecilia. Digo yo que esos soldados y ese Rey Herodes matando niños inocentes, también estarán en el infierno si existe, que creo que sí, porque si no ¿cómo no van a pagar ese pecado tan gordo por mucha cota de malla y mucha corona que tengan? Si hay infierno que sea para todos. Allí nos veremos.

¡Qué angustia! Creo que el infierno existe ¿o no?

“Hoc est enim corpus deum…”  - reza piadosamente el clérigo.

Porque este es mi cuerpo... y este el mío que seguramente será degollado, despedazado, desollado,… si no me aclaro con lo del pecado. Aunque no sé muy bien qué es pecar y cuántos pecados hay.

Lo que no se me olvida es aquella yunta de bueyes que transportaba a los canteros a la Colegiata de San Pedro en Cervatos desde el monasterio de San Andrés; Juan de Piasca, creo que se llamaba el maestro.

¡Madre de Dios qué canecillos y capiteles acarreaban! Esa dama con las piernas hacia arriba enseñándolo todo, o esa pareja montándose.., o esa bailarina… me gustaba mirarlos y me dijeron que era lujuria. También llevaban un capitel con el avaro portando la bolsa y dijeron que era avaricia. Además otro canecillo representaba a un hombre bebiendo con un tonel y comentaban que era ebriedad,… en fin, un serial de pecados de los cuales yo todavía no he catado ninguno, casi.

Dominus vobiscum – canta el fraile.

El Señor esté con vosotros… mas le valdría darse una vuelta por aquí y nos ayudara a desembarazarnos de tanto lío. Espero que este pensamiento no cuente como blasfemia ¡Lo que me faltaba!

Los capiteles y los canecillos de Juan de Piasca estaban colocados en el suelo para que los habitantes de la aldea pudiéramos admirarlos. Pero tuvo que aparecer ese maldito perro y cagar en el canecillo del hombre y la mujer haciendo eso… y yo cómo voy a despreciar esa cagantina, además tan hermosa, y cómo voy a permitir dejar esas imágenes tan mancilladas a la vez que despreciadas. Pues no pude. Ese fue mi pecado. Mejor dicho, mis pecados porque además de ladrón se me han acusado de lujurioso.

Aprovechando un descuido – aunque creo que alguien me descubrió- y,  envalentonado por el alimento de la inconsciencia, recogí el canecillo manchado con intención de limpiarlo y “aprovechar la mercancía”; pero también me apropié de ese otro de la mujer enseñando su “sonrisa vertical”. El primero lo he devuelto bien lustroso pero el otro…

Me contó uno de los canteros en su viaje de vuelta, que en la Colegiata de Cervatos les faltaba un canecillo y que lo sustituyeron a última hora por uno que representaba una mujer pisando una serpiente ¡Qué mal gusto!

Sigo al pie de la letra las indicaciones finales del Prior con la imposición de mi penitencia: arrepentimiento y recogimiento. Recojo y… miento. No creo que pase nada.

No puedo explicarles lo que siento cuando observo, a escondidas por supuesto, ese canecillo. ¡Creo que cuando nos miramos, la mujer me sonríe!

Una sensación tan placentera recorre mi cuerpo y mi alma (para eso están juntos ¿O no?);  que no puede ser nada malo. Si por esto vas al infierno…

He llegado a la conclusión de que el infierno existe porque yo aquí tengo un pedazo de cielo. Me da igual pecar. El temor es tan fácil de administrar como de disolver ¿Por qué entonces ese miedo tan profundo, mezquino, insidioso? ¡Con lo mal que se pasa!

Parece que el dar rienda suelta a mis pensamientos  ha sosegado un poco mi conciencia. Mi vida está mal asida y peor cosida y tiene demasiados vericuetos como para adelantarse a transitarlos así que, estoy deseando que concluya la eucaristía para poder acudir a mi “templo”, a mi trozo de cielo- que, lógicamente no revelaré  a nadie, ni a ustedes siquiera- y poder disfrutar de mi tesoro pecaminoso, de esos labios verticales, de esos pechos…

Ite, missa est.- concluye el celebrante.

Deo gratias. – contesta devotamente y con una sonrisa, Bernardo el cagantinero.

@Grupo Literario Guardense

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