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Botuca

Estampa-Cuento, dedicado a todos los mineros


Pina era la subida hasta llegar al "agujero", entre matorros, calicatas y escombreras seminegras, semiterrosas.


Pero no había más remedio. Había sonado "la berrona", como algunos llamaban a la estridente sirena que señalaba la hora de ir al trabajo y no había que esperar a más. Paso a paso, con la fatiga de los ancianos o de los asmáticos, el resollar del pecho, con la cara taciturna reflejo de desgana o de temor, así iban llegando al lado del castillete erguido sobre el pozo maestro por el que habían de descender. Allí se hacían los comentarios, se recibían las órdenes de capataces o vigilantes, fumando el último pitillo, mientras llegaba el turno de tomar "la jaula". No es la hora en que el minero se siente alegre ni más comunicativo. Parece sentir una preocupación, quizá la del peligro, quizá la del deber...

No en todos los rostros se observaba igual gesto. Los jóvenes, sintiendo su sangre moza, retozones y alegres, hablando de rapazas, de bailes y fiestas incansables. Para ellos la mina es otra novia; por eso luchan con ella con más denuedo, queriendo vencerla, dominarla con su ambición. Nadie mejor que ellos para celebrar esa lucha de enfrentarse con lo que otros no desean. Decir juventud es decir temeridad.

Botuca tenía alma joven. Unas canas en su barba no decían juventud, hablaban de un cincuentón. En la piel de sus manos y en su cara había carbón de todas las minas del país mezclado con su sangre; tatuaje impreso a golpes. Tales cicatrices llamábalas él con su buen humor "sus condecoraciones". Sentado sobre un montón de tablos, con una "racha" en la mano, miraba hacia el espeso y alto robledal en espera de la jaula. Se diría que estaba con su cuento de la lechera. Pensaba en sí, en su familia y se gozaba en sus pensamientos. Se iban a terminar los años duros. Iba a descansar. Iba a dejar la mina sin que a los suyos les faltase nada. Sus hijos tendrían un porvenir. La mujer viviría tranquila, gozaría del campo cercano a la casuca de adobe, atropando para los bichos que pudiera criar. A él, algo le cantaba el fuelle; tenía un dique de piedras en los pulmones. Le darían silicoso. Mañana un día más y después... que siga la vida. De su soliloquio le sacan unos compañeros.

—¡Va a ser la hora!. ¡Ya sube la jaula!.

"No lo pienses más, amigo, esto es lo de siempre: "Vamos p´adentro". Se lavanta con lentitud aquella estampa de minero sobre "corochas", madreñas de altos "tarugos", su boina calada al entrecejo, enfundado su traje azul, chaquetilla y bombacho recogido, portando al hombro lo que él llamaba su "doble": su morrala y su botuca, la bota que le dio el apodo. Dicho fardelillo, oscuro, casi azul, anudado, que portaba el bocado y la pequeña bota con vino para remojarlo, eran cosas consustanciales con el tipo, atributos característicos. Ver a un minero sin ellos es verle falto de herramientas. En la enseña profesional, trípticamente representada por pala, maza y pica, había que añadir esa doble expresión señalada por Botuca pues sin él, no hay festejo, no se llenan vagones, no sale el carbón. Ya sabe Botuca que aquello es lo de siempre. De su filosofía saca enseguida la sentencia:

—¡Vayamos ya, que a mí me quedan pocas! Y en verdad que por un lado lo siento.

Echaré de menos este hotel con tantos pisos y tantas habitaciones. Este es el hogar de las incomodidades y de las insuficiencias, de donde salen las suficientes comodidades para otros hogares. No habrá verano sin nosotros... cuando faltemos los mineros, habrá invierno para todos. Lo blanco es luz, también es frío, es nieve, es color de sudario mortuorio; lo negro es carbón, también es luz, es calor y frío. Es eterno. Tira Botuca el rachón que llevaba en la mano. Entre el grupo al que se acerca está su ayudante Nin. Antes de poner el pie en el ascensor, Botuca le pregunta si pasó por la enfermería a buscar el bisturí. Nin no conoce ni entiende el raro léxico de su compañero. En la mano trae la pica recién punteada por el herrero. También trae lámparas. Entrega la correspondiente a Botuca que le llama "amiga" y "luz de mis ojos"; pasa el gancho sobre el cuello y con esto se acomoda el primero en la jaula. Hecho el completo, el portero da los toques. Vertiginosamente desciende, quedando engullidos en las sombras. Al paso de los pisos se oyen voces y saludos. De vez en cuando las chapas de la jaula suenan retumbando como un gong. Ruído de timbal o batintín que resuena en el ingente vacío como un lúgubre anuncio de la llegada de aquella legión de topos humanos. Echaron los tacos y llegados ya, se despiden unos de otros camino de sus puntos. Andando va sobre el fango, bajo una sólida y pétrea bóveda, apercibiendo en el ambiente un fuerte olor a húmedo y a madera putrefacta. Al llegar a un travesal (transversal) les da alcance un vigilante: -Cuando llegues a la guía, no se te olvide desatrancar aquel coladero que tienes cerca. No hay tufo en él y en tí confío.

—Así se hará, es la respuesta.

Un caballista con su tren llega a su altura. El paso es estrecho y hay que pegarse a los cuadros. "Hala, Botuca, que vas despacio. No pareces el de otros días" -le dice el caballista, a la vez que sobre la panza del macho propina un buen palo. ¡Ánimo que mañana es día de paga y será un buen día!. ¡Habrá romería!.

El corte no estaba cerca. Ya en él, Botuca descuelga su doble y cuelga a su amiga de un cuadro. Lo primero es lo primero. El buen minero ha de mojar el garguero y, quitándole el tapón a su bota, la levanta en alto y con sus calludas manos, que casi anquilosadas por el uso de la herramienta están medio cerradas, comprime el lustroso pellejo y éste obligado expele un chorro vinícola que con ruído de surtidor riega la laringe del bebedor. ¡Con qué satisfacción lo paladea y relame! Parece que un elixir de vida le ha tonificado, dándole vigor.

Empieza la tarea. Su ayudante pelea en la esquistera dejando limpio para recibir el carbón que a la vista tienen. Es una capa muy rica y nueva. Se oye cantar la madera por lo que aprieta el terreno. En el rudo trabajo, medio de pie, medio sentado, Botuca canta y pica. Nin palea. Luego se disponen a poner la madera. Con manos expertas en breves minutos a golpes de hacha quedan preparados los asientos. En lo que Nin hace las balsas para empotrar el pie y el patuco, Botuca remata las trabancas, y con eso se ha ido el tiempo; poco después queda completado y firmemente acuñado el cuadro. Merece un trago la faena. Conversan sobre su labor. -Bien podían haber mandado la sonda pues me parece que este carbón se desgrana mucho y se podía desangrar. ¡Más vale prevenir que lamentar! Botuca era desconfiado pero prudente. Y cada vez tenía más miedo a que saliera "el paisano" como el llamaba al "grisú". No era la primera vez que se vio enterrado o que le sacaron medio axfisiado sufriendo una fuerte antrogemia (intoxicación por el óxido de carbono) que le tuvo sin ser hombre varios días, cuando no quedó aprisionado entre maderas y terrenos, esperando la salvación o la hora final. Hubo una vez que sintió hasta hambre y chupando madero y la correa del cinto esperó estoico. Menos mal que no le faltó agua y a mano estaba su querida botuca, que aunque pequeña era muy grande...

Terminado su yantar, Botuca cuenta a su pinche los deseos de abandonar la mina:

—Esto es para los jóvenes, para vosotros. Yo lo siento, no hubiera cambiado nunca pero ya no puede ser. Ya no volveré. Me quedaré para vivir, pondré un pequeño negocio si puedo, y tendré tiempo, criaré gallinas, conejos, o algo, pero tengo que ayudar a mi hijo a que se haga capataz. Quiero que sea minero, que se interese por esto, que aquí hacen falta hombres de saber. Mi Goro será capataz y mi Nela será maestra. Quizá sea mucho pedir, pero lo haré. Tengo mis planes y me saldré con la mía.

Esto no le gustaba mucho a Nin, porque él puso ya los ojos en Nela, rapaza hecha con sus diecisite, núbil promesa para el mozuco palero que a la vez no quería que Goro montase por encima de él; que fuera minero sí, pero capataz, no; no si había de ser como alguno que pudo conocer. Algunos se endiosaban, no se acordaban de lo que fueron, se les sube a la cabeza el cargo y ya no son como los demás. Se puede ser emperador pero seguir siendo hombre sin soberbia. Para mandar no se debe olvidar y a Goro podía pasarle... Hoy, amigos; mañana, enemigos. No era envidia, era recelo y temor de la diferencia del tener o no tener, de ser más o menos y con ello ver perderse aquella ilusión, morena ilusión, ilusión minera.

Para cortar Nin preguntó la hora.

—.El guaje, que está en el primer testero de la rampa con Quico, tiene un reloj como una fiambrera de grande. Vete a preguntarle.

De dos saltos sube Nin a la rampa y trepando por frenos y tijeras arriba, llega a preguntar la hora. Pronto será el relevo.

Pero Nin no puede dar la respuesta. Algo inexplicable hacía sucedido. Un estruendo fragoroso, momentáneo, resonó.

Botuca, cumplidor, se había ido a desatrancar el coladero en tanto Nin volvía. Fue solo. No debió hacerlo. Pudo más el carbón, Se cegó. Sintió nublarse su vista. Pero, ¿por qué?, ¿acaso él padecía de esa enfermedad que ciega al minero? (nistagmo). ¿Era tal vez por la debilidad que hace tiempo venía sintiendo? Ello podía perturbar notablemente, sobre todo si era lo que él tenía entendido por anemia de los mineros (anquilostomiasis). Lo cierto es que quedó aplastado debajo de una piedra. Así remató su vida aquel pobre hombre. Todos lo sintieron cuando en una sangrienta camilla le condujeron al depósito del cementerio. De una de las manillas colgaba la morrala y la bota, aquel doble de Botuca que siempre le acompañó. Viéndolo colgar, nadie preguntaba ya. Era reconocido y sabido. o decía su emblema: era Botuca el muerto.

Ilusión con esperanza, habéis cambiado de color para brillar como el carbón: brillo negro, brillo de esperanza minera, como aquella ilusión que a Nin desvanecía. Nela sería para él y Goro sería su amigo. No sería capataz, sería minero.

Esto era lo de siempre. La viuda no tendría consuelo, no ayudaría a Botuca a atropar nada. Lo que ella atropase sería en las escombreras: perlas de sudor, gotas de sangre, rubíes de fuego nunca bien apagados, regando con lágrimas por el sudor de aquel que lo dio todo, que antes enfermó para sucumbir. Su gozo era ser silicoso o antracoso, porque en ello le parecía encontrar la recompensa, el pago a todos sus esfuerzos.

Pobre Botuca. Pobre minero. Tú y todos los que como tú lo dáis todo para ayuda del progreso, nunca seréis bien pagados ni considerados lo bastante, para que el premio que merecéis alcance vuestras ilusiones.


CUENTO
©Arturo Pérez González
Revista Literaria Pernía, Núm. 1 Octubre de 1984 Edita y Dirige: Froilán de Lózar


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