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Un juego de espejos

Me siento en un banco y compruebo en mi móvil que estoy en una zona wifi, pero mi atención se centra en el grupo de señores mayores con gorra, camisas de cuadros, pantalones oscuros y calzado cerrado. Unos sentados y otros apoyados en sus bastones conversan a la sombra de las acacias. También para ellos el pueblo es un juego de espejos. “¡Cómo han cambiado los tiempos!”



María Pilar


Me han bastado dos días de paso por mi pueblo para constatar por un lado, que sigue meciéndose entre amplios campos de cereal que se extienden hasta el infinito y le susurran sus nanas ante la suave caricia del viento y por otro, que es el lugar que aunque yo tarde en volver, siempre sintoniza con mi presencia; el viento me acoge con un cálido abrazo y me va contando tantas y tantas historias acaecidas en mi ausencia.

De mañana salgo a dar una vuelta y mis sentidos se agudizan con la curiosidad de la que está fuera de su rutina diaria y quiere tomar el pulso al lugar en el que se encuentra. Se respira sano, aire limpio bajo un cielo azul  y una luz brillante que perfila los contornos con  precisión. Me pregunto si el carácter de las personas que lo habitan participará de esa transparencia sin dobleces como la del cielo que los cobija. Me llega el olor natural del espliego. Inspiro la sonoridad de esta palabra que relaja a la vez que refresca… El rojo intenso de las picotas tiñe los cerezos y su carne apetitosa hace que las papilas gustativas entren en funcionamiento.

El paseo adoquinado que cruza el pueblo es una delicia. Los frondosos plataneros que lo recorren se alargan en un abrazo formando un arco donde una polifonía de trinos está en pleno concierto.  Plácida y feliz me dejo acariciar por la brisa y de trecho en trecho los bancos me invitan a sentarme y leer un rato. Hoy no toca, les digo. Miro los lugares que creía conocer perfectamente y cada poco me pregunto ¿es posible que me esté pasando a mí esto? Dicen que las ciudades cambian, pero que los pueblos permanecen… La imagen que durante tanto tiempo he guardado en mi memoria del lugar no coincide con la que estoy viendo. Algo me sobra por aquí y me falta por allá.

Los jardines cuidados de unas casas de nueva construcción me confirman que están habitadas aunque no se estremece ninguno de sus visillos ante mi presencia. Las costumbres del lugar también han ido cambiando. El bar está cerrado a cal y canto a estas horas, no así sus muros que hablan de música del baile de los domingos enredada entre historias a ritmo de corazón. Desde fuera de los lavaderos oigo la animada conversación del grupo de mujeres, a veces confidencias porque bajan la voz, mientras suena el chapoteo del agua. Me decido a entrar y… ¡sorpresa! me encuentro con un bonito parque infantil sin niños. Balanceo un columpio y entre los entresijos del tiempo la risa de los niños se bambolea en una cuerda atada a dos chopos del soto.

Actualmente Villamediana tiene 185 habitantes. En casa me despertó el ruido de la maquinaria agrícola de los vecinos, pero a partir de ahí ¡qué poca actividad me he encontrado! Sigue siendo un lugar de doradas espigas, pero tiene más el aspecto de un bonito pueblo que se dedica a ofrecer vacaciones al aire libre para desconectar del estrés que da la profesión del campo.

Giro a mi izquierda y una casa solariega me hace un guiño ofreciéndose, no estoy en el Barrio Rojo de Ámsterdam, aquí son casas, esta fue la primera, no sería la única. Casas cerradas expuestas a las inclemencias del  tiempo que intentan mantenerse con su orgullo y dignidad. Forman parte  ̶ si alguien no lo impide ̶  de esos elementos  a punto de desaparecer llevándose toda la carga de la historia local que encierran entre sus muros, frente a las nuevas que junto con plazas y jardines, se superponen al perfil de los elementos de mis recuerdos. Cruzo la carretera que lleva a la ciudad y mecánicamente miro a un lado y a otro innecesariamente, parece que los que tuvieron que salir ya lo hicieron temprano y aún no han vuelto. En el pilón de los animales florecen rosales entre césped, arbustos y arbolado con riego automático en pleno verano. ¡Si los mayores levantaran la cabeza! El agua fue tan escasa en este pueblo… era figura habitual ver mujeres acarreando cántaros de manantiales de las afueras del pueblo cuando la fuente de la plaza se secaba. Con los avances de los tiempos modernos se conectó la red al río Pisuerga y se acabaron los problemas. La fotografía en blanco y negro muestra este lugar embarrado, muy animado por el croar de las ranas y los gritos de los niños cogiendo renacuajos. Transformado hoy en un jardín tan romántico lo único que le falta es el letrero: “Se acabó la tradición de tirar al pilón al joven que ose casarse con una chica del lugar”.

Tomo el camino del Camposanto como alma solitaria. El sol aprieta ya, se me derrite el tiempo. El chirriar de la puerta de hierro me sobrecoge porque puede perturbar el descanso de los que lo habitan. La muerte visita al pueblo con frecuencia, varios funerales se han celebrado este año, en general gente muy mayor porque bastantes han pasado los 90 años. Con la ausencia de nacimientos, la población  va mermando año tras año. Este ritmo agónico me desanima y opto por volver por otro lado buscando el bullicio de la gente. Paso por detrás de la iglesia que se alza orgullosa en un promontorio con su esbelta torre desde la que escudriña a todo el pueblo. ¿Cómo ocultarán los que viven aquí sus desavenencias para no ser vistos por “ese ojo que todo lo ve”? Inmensa iglesia catedral varada en el tiempo, símbolo de la prosperidad del lugar en el lejano medievo.
 Por La Calleja –la calle más estrecha del pueblo– me presento en la plaza. ¡Qué pequeña se ha hecho en mi ausencia! ¿Será por las lluvias que le han caído por lo que se ha encogido? Dos mujeres, que vienen de la tienda con la bolsa de la compra, conversan antes de entrar en casa. Nos saludamos con una amplia sonrisa. No se me escapa su interés por saber sobre mi presencia por estas tierras. Es fácil entrar en una animada conversación como si continuásemos con un “decíamos ayer…”.

Me siento en un banco y compruebo en mi móvil que estoy en una zona wifi, pero mi atención se centra en el grupo de señores mayores con gorra, camisas de cuadros, pantalones oscuros y calzado cerrado. Unos sentados y otros apoyados en sus bastones conversan a la sombra de las acacias. También para ellos el pueblo es un juego de espejos. “¡Cómo han cambiado los tiempos!” Con el realismo  escueto, sibilino y socarrón que caracteriza su manera de hablar  van dejando un rastro de momentos vividos, ilusiones frustradas y cicatrices que supuran aferradas a una memoria que se resiste a olvidar. Quiero cazar al vuelo algunas palabras, pero vivas como liebres se me escapan. Por fin, un localismo es el cabo que deshace la madeja enmarañada entre los entresijos del  tiempo y surgen recuerdos de infancia relegados al olvido. Afloran los sentimientos en los ojos emocionados de esta letra perdida que busca un lugar en el texto  aunque sabe que, como la letra k, desentona. Pero también sabe que a este pueblo le gusta que irrumpa de vez en cuando una nota discordante que le aporte una pincelada pintoresca como cuando Bernardo Atxaga pasó una temporada escribiendo Obabakoak.

Las campanadas del reloj del Ayuntamiento  me sacan de mis reflexiones y me avisan que siguen  marcando el ritmo de la vida de este pueblo.







De la sección de la autora en "Curiosón": "Retazos de vida"



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