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La casa de ladrillos rojos

En aquel pueblo el vivir era lento y desesperado, hierbas altas, cardos secos y al fondo el soto de chopos que impedía ver más allá de la carretera bordeada de olmos. De ese más allá surgían de vez en cuando los carruajes para ser cargados: harina de trigo, corderos y cerdos eran los alimentos más preciados, los caballos de más valía quedaban confiscados y los mozos más fuertes al servicio eran llevados. Con la modernidad se talaron los chopos, se entubó el arroyo, se convirtieron las altas hierbas en césped y se abrieron nuevas vías por las que las cigüeñas se desvían para dejar los niños en lugares lejanos. Hoy no esperes escuchar el croar de las ranas porque todas han emigrado. Hasta el perro tiene chip a diferencia del peludo guardián de antaño.



¿Qué ven las pupilas de los ojos del abuelo casi ciego tras los visillos de la ventana si ya no hay geranios? Tal vez se adentran en los bodegones de sus recuerdos y allí se detienen ante una casa de ladrillos rojos con dobles techos y muros falsos a la que ya solo se llega por las grietas de su memoria. Los sentires que se le han quedado prendidos entre los pliegues del alma afloran con tal transparencia que las ilusiones de entonces se despiertan alborotadas. La chimenea humea, le llega el rico olor del puchero; el gato se escabulle por la gatera no así el pastor alemán que corre hacia él con efusivos ladridos de reconocimiento. Envuelto en el viento sur que zarandea la ropa colgada entre la que distingue sus calcetines de lana vueltos del revés, siente que se aproxima una tormenta. Terrible tormenta la que nos asola desde hace unos años que nos dificulta tanto la supervivencia, le recuerda su madre. Está escondiendo unas desgastadas monedas en el respaldo de una silla a la vez que habla con su  padre que la observa con su traje oscuro y bigote negro sobre fondo enmarcado en sepia. Le suena tan nítida su voz cuando dice: "Para el chico, las va a necesitar". Ya no llora de dolor, ni grita de rabia, pero el miedo se le ha metido silenciosamente muy dentro y él, joven enérgico, aprieta los puños y se traga la cólera que le hierve las venas mientras se afana en ocultar unos sacos de harina entre un doble techo.

Las campanas de la iglesia suenan a desgarro, se hace el silencio, el sonido de los cascos de los caballos se acerca. Temblando y con los ojos empañados la madre se encuentra con los suyos en una mirada que sabe a dolor y miedo a perderlo, la de él risueña intenta darle ánimos ocultando sus propios sentimientos. Aparecen los carruajes de los militares para ser cargados, se respira una calma tensa. El cielo se torna gris y el viento seco narra el desespero en el que viven los del pueblo. Con señales los más arriesgados se pasan información sin ser pillados y hasta los gorriones que habitualmente protestan trinando con todas sus fuerzas se silencian avergonzados en cuanto ellos hacen acto de presencia. Moscas y mosquitos zumban sobre el grupo recién llegado. Algún ¡zas! en plena cara intenta atraparlos para terminar rascándose la picadura que se une como un plus al lote de lo arrebatado. En el lote de ese día, al abuelo se lo llevaron.

̶ Vamos a cenar abuelo.

Pero él absorto en esas imágenes con carga sonora de los plataneros del paseo zarandeados por el viento, solo escucha susurros de vida del paso del tiempo.





De la sección de la autora en "Curiosón": "Retazos de vida"


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