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Veinte años de su vida



Con competencia, entusiasmo, autoridad y generosidad, don Antonio logró que cantaran juntos, menestrales y comerciantes, contribuyentes y funcionarios, propietarios y renteros, y que lo hicieran bien en todos los aspectos. Díganlo si no los sobrevivientes de aquel apoteósico 11 de Junio de 1929 en el que llegábamos a Burgos en un tren especial arrastrado por una locomotora camuflada en "Jardinillo de la estación".

Apenas podía con las ramas y las flores que cubrían su tripa caliente de fuego y de emoción, no había casi respiro para su aliento blanco. Hubo que verla con cuatrocientos palentinos en pos, hacer camino entre mieses, sin fronteras, mensajera de fraternal amistad pregonada cantando desde el Parral y Fuentes Blancas, con un alto en el Espolón y otro en alguna piedra para sacar del vientre del pan sin miga, la tortilla.

Allí cantaron palentinos varones y chiguitos, hidalgos todos. Cantaría don Porfirio, un buen mozo que lo hacía en bajo; y el pulcro Dueñas que a falta de voz, alargaría el cuello. Y cantamos todos el precioso himno a Burgos que habíamos ensayado en la escuela. Sin duda, amigos, cantando se entiende la gente; hablando, menos.

Buscando voces en corrales, corros y cerros, don Antonio visitó el Cerrato donde, en algún alcor, cazó un ruiseñor encarnado en pastorcillo. Era un majo zagal a quien mi padre habría de enseñar. El muchacho languideció muy deprisa enjaulado en la capital, triste por la luz eléctrica que le escamoteaba el tránsito de cielo a firmamento, sin ovejas... y hubo que soltarle para que no muriera de murria cerrateña. Yo lo sentí, pero me alegro. Hizo bien. ¿Acaso los pagos de Castrillo no tienen derecho a ruiseñores?.

Aquel Antonio dedicó a Palencia veinte años de su vida. En 1928 renunciaría a la plaza de Baracaldo, y su temprana muerte podría relacionarse con una casi imposible renuncia a Sevilla, cuya plaza había ganado. Este triunfo profesional indiscutible -la dirección de la Banda de Sevilla- se le discutió su corazón, entrañablemente hundido en esta tierra. Mala cosa cuando el destino de un mismo cuerpo lo discuten cabeza y corazón. No se debe hacer nada en contra del corazón, pero puede ocurrir que el cerebro se enfade y rompa una vida; en este caso la de don Antonio, destinada a hacer música nada menos que en Sevilla, más cerca de Barcarrota. El corazón se salió con la suya: prefirió ser enterrado en Pan y Guindas, entre yeso y greda.

El 22 de Julio de 1944, Palencia,  muda de estupor, atónita, llora con los instrumentos y sus músicos. Al señor Ramón se le volarían las partituras para trombón, al Bolo de la paciencia, al tiempo que rompería entre sus manos crispadas la batuta del maestro; mientras tanto, la señora Margarita haría lo imposible por devolverle la vida a fuerza de avemarías con tila. La seña del silencio se había escrito en el Pentagrama del Instituto Viejo; un silencio increíble que no venía a cuento. Pasó un ángel y lo dejó mandado, aunque, por primera vez, sus músicos no le obedecieron a él.

Treinta y ocho años después se nos ofrece la oportunidad de escuchar algo de lo mucho que el maestro Ricis dedicó a este nuestra tierra, su Palencia. Es momento, pues, de agradecer a la Caja de Ahorros y Monte de Piedad que haya hecho posible esta audición y las que en tantos hogares palentinos radicados dentro y fuera de la provincia se celebrarán gracias a ella. Yo que soy de los de hogar lejos, aunque muy dentro, he tenido el privilegio de escuchar este disco y, al hilo de su música, he escrito los comentarios que os iré leyendo.





Felipe Calvo, humanista palentino. 
Ensayos y escritos en "Curiosón".

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