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Rafael Alberti, in memoriam

Si mi voz muriera en tierra, llevadla al nivel del mar y dejadla en la ribera


Hace algún tiempo, repasando los archivos, me encontré con los artículos de Rafael Alberti, que bajo el subtítulo de “La arboleda perdida”, este pintor/poeta del Puerto de Santa María (Cádiz) publicaba en “El País” a mediados de los años ochenta. En ellos recordaba su viaje por el exilio: 24 años en Argentina, de donde sale disparado al tercer allanamiento de su casa; y 17 años en Roma, donde recuerda los procedimientos del grabado: el aguafuerte, la punta seca, la xilografía, el linóleo, la litografía y el grabado sobre plancha de plomo.



Este pintor/poeta, “alumno al sol que de la mar se ufana” –pintorcillo por las playas y castillos, suspendido en preceptiva literaria–, como él mismo se definió al ser nombrado “doctor Honoris Causa” de la Universidad, lleva a cabo lo que para críticos y académicos representa una riquísima producción poética.

El poeta nace –creo yo–, no se hace en las escuelas. Puede ayudarle la formación académica a conocer otras técnicas. Pueden entroncarle los estudiosos dentro de una generación, la suya, la del 27, y observar en su poética cierto contenido iconoclasta, pero la rima brota del propio sentimiento. Para el autor es necesario que aquellos versos casen sin acudir a los libros de estudio ni a la métrica. Nace así, tal vez, su propio canto, su lenguaje urbano, ayudado también por la experiencia de encontrarse en todas parte con poetas y escritores que le adulan, de verse sacudido en su huída por la persecución y la dura realidad de otros paises.

“Hoy las nubes me trajeron
volando, el mapa de España.
¡Qué pequeño sobre el río,
y que grande sobre el pasto
la sombra que proyectaba!.

En una entrevista concedida al diario “Alerta” a finales de 1989, el poeta declara: “Estando exiliado en Buenos Aires, después de la segunda guerra, me lancé a pintar. Sobre todo, a pintar el signo y la palabra. Yo quería pintar la poesía”.

Señala el prolífico escritor Manuel Vázquez Montalbán que “los viejos trovadores no mueren ni mienten nunca”. Y para Paco Ibáñez, cantautor, el trovador es alguien tan especial y comprometido con su entorno como es la voz y la palabra. Y del conocimiento y el sentimiento humano nace la poesía.

De joven, en mi pueblo natal, un hombre me reprochó duramente por mencionar en una ocasión a Pablo Neruda. Y después, con los años, recorriendo biografías, he comprobado que los poetas también se han visto sacudidos por los regímenes más autoritarios. Muchos murieron por exponer una historia que sólo años después conoceríamos. Es probable que en los libros de texto de aquellos años grises falten hojas y autores que de algún modo se descubrieron luego.

No quiero ver en el autor un animal político. La política le llevó quizá por derroteros que llenaron de melodía su extensa obra. Es probable que si la vida le diera otra partida, hoy acudiera a la Universidad para luchar contra la injusticia desde otras siglas diferentes. Su mayor obsesión, más que ganar la guerra, fue salvar la pintura del Museo del Prado, salvar la obra de la que bebió, retenerla para narrarla finalmente como poeta. Este marinero deja primero el bachiller para pintar el mundo, deja el mundo después para pintar su poesía y, por último, deja grabado a fuego sobre nuestra memoria el verso, la leyenda, el epitafio:

“Si mi voz muriera en tierra,
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera,
llevadla al nivel del mar
y nombradla capitana
de un blanco bajel de vela”.

© Imagen: Rafael Alberti, "Apuntes de lengua"






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