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La esperanza de la inocencia




Vicente Fernández Saíz
Primer Premio                                              

Año 2014
294 relatos cortos
16 cuentos al premio provincial
Pregonero literario: José Luis Tejerina


 Dicen que lo mío fue por pura inocencia. "Cosas de una pobre infeliz" repetía mi madre cuando aquellos hombres tan serios se empeñaban en preguntarme, una y otra vez, por el madrileño. Dicen que todo viene de nacimiento. Lo achacan a algo que pasó con un cordón que se me enrolló cuando nací y que si no llega a ser por la Emilia, que era la encargada de ayudar a venir al mundo a casi todos los niños del pueblo, hubiera nacido muerta. Por eso yo siempre la quise mucho; casi tanto como a mi madre. Cuando la pobre mujer murió, y que Dios la tenga en su gloria, me pasé tres días enteros llorando. Es la persona por la que más he llorado, después de mi padre, claro. Mi padre, en realidad no murió; desapareció al poco tiempo de empezar la guerra. Fue por la noche. Llamaron a la puerta y se fue de paseo. Nunca he entendido muy bien por qué se fue de paseo con lo tarde que era y lo oscuro que estaba. Pero fue así como pasó. Se lo oí decir al día siguiente a Mariano, el carnicero, que hablaba con una mujer a quien estaba despachando un poco de tocino. Se lo dijo muy bajito, como si no quisiera que le oyera nadie, pero yo me acuerdo perfectamente de aquellas palabras: "Vinieron por la noche y le dieron el paseo". Mi madre nunca me explicó nada de por qué le dejó irse y por qué ella lloraba tanto en la puerta cuando se marchó. Y yo nunca me atreví a preguntárselo porque sé que el recuerdo le ponía muy triste. Fue entonces cuando le dije que si alguna vez llamaban por la noche, que no abriera. Y ella, entonces, me dio un abrazo muy fuerte y entre sollozos me contestó que no me preocupase, que ya nunca más abriría. Pero yo, por si acaso, antes de irme a la cama me aseguraba de que había dado las dos vueltas a la llave de la puerta de la calle. Luego, antes de dormirme, siempre rezaba un padrenuestro para pedir que mi padre volviera. Pero nunca volvió. Yo creo que se debió caer por el acantilado que hay en la Peña de la Buitrera, que es un sitio donde da miedo asomarse de lo alto que está, que miras hacia abajo y se te va la cabeza. Lo digo porque a los pocos días fui con mi madre y la Felisa hasta allí y tiramos al mar unas flores que habíamos cogido por el camino. A la Felisa también le desapareció el único hijo que tenía y que era muy amigo de mi padre porque trabajaba con él en el ayuntamiento. Aunque nunca me han dicho nada, supongo que debieron salir juntos y seguramente los dos se perdieron con tanta oscuridad.

También era de noche cuando lo del madrileño y aunque al principio pasé mucho miedo, al final fue el mejor momento de mi vida. Lo que pasa es que no se lo he contado todavía a nadie. ¡Ya verás qué contento se va a poner el madrileño cuando dentro de unos días venga y sepa que le he guardado el secreto! Porque vendrá; estoy segura de que ahora que ha acabado la guerra volverá y me sacará de esta casa tan rara donde me tienen castigada por no contarles la verdad. Llegará y me cogerá con esas manos tan fuertes y me levantará en alto. Y yo le pondré su pañuelo alrededor del cuello. Sí, el mismo pañuelo que me regaló la noche que se despidió y me dio aquel beso que me hizo temblar las piernas.

Lo primero que haremos será volver al pueblo y se lo presentaré a mi madre, porque... ¡hace tanto que no la veo! Al principio venía todos los meses y en verano me traía cerezas de la huerta, pero ahora ya ni me acuerdo de cuándo fue su última visita. A lo mejor es que también está esperando a que termine la guerra. Eso es lo que me dice Amelia cuando me da las pastillas para el riego y le pregunto por ella.

Como hace tanto tiempo, mi madre igual no se acuerda del madrileño. Cuando le conocí acababa de pasar lo de mi padre y ella solo salía de casa para arrojar flores al mar desde la Peña de la Buitrera o para ir a misa los domingos. Yo, por aquella época, iba con Adela, con Lucía y con Merceditas, que es algo prima mía. Fue ésta quien nos contó que había conocido a un chico que era de Madrid. Recuerdo que un día, cuando paseábamos por la calle mayor, dio con el codo a Lucía y nos dijo muy nerviosa: "¡mírale, mírale, ahí está el madrileño!" Yo me detuve y me quedé mirándole fijamente y vi cómo él se nos quedó también mirando, hasta que mi prima me tiró del brazo y me llevó de allí casi arrastras. No sé por qué se puso tan colorada y se enfadó tanto conmigo, si fue ella quien dijo que le mirásemos.

Era muy alto y muy apuesto; era el joven más guapo que había visto en mi vida. Llevaba una camisa blanca y tenía un pañuelo anudado alrededor del cuello. Yo nunca me había enamorado de nadie, ni me había fijado en ninguno del pueblo, pero desde ese día que le vi no pude quitarme su imagen de la cabeza. Por eso, cuando un domingo por la tarde mi prima me dijo que había quedado con él para dar un paseo, me puse toda nerviosa. Sabía que yo también iría, porque su madre solo la dejaba ir con chicos si iba yo con ella, que no era de buenas señoritas salir sola de paseo con desconocidos. Así que fuimos los tres. Luego vinieron más citas y no tardé en darme cuenta de que a mí me quería mucho. Cada vez que quedábamos por los alrededores del Campo Viejo, que es el lugar por donde suelen salir las parejas del pueblo, siempre me decía cosas bonitas. Me llamaba preciosa y una vez grabó un corazón con dos nombres en el árbol de los enamorados. Era un árbol donde iban muchas parejas y allí se agarraban de la mano y se hacían novios. Me dijo que eran las letras de mi nombre y el suyo. También me prometió que cuando llegaran las fiestas del pueblo iba a sacarme a bailar. Mi prima estaba allí con nosotros y sonreía cuando me lo dijo. Yo creo que ella también estaba por el madrileño, pero estoy segura de que yo le gustaba más. Y si no ¿por qué era a mí a quien le daba una perra gorda para que le fuese a comprar garrapiñadas a la caramelera de la plaza? Sabía que, aunque estaba en la otra punta del pueblo, no me importaba traérselas. Cuando regresaba me seguía llamando preciosa y al repartirlas siempre me daba la mayor parte.

Un día que mi prima no estaba les conté todo esto a Lucía y a Adela. Al principio las dos se rieron mucho. Yo pensaba que se habían puesto muy contentas, pero cuando Adela me dijo que cómo se iba a enamorar alguien de una retrasada, me dio mucho coraje y me puse a llorar. Entonces Lucía se enfadó con ella y me dijo que no le hiciera caso, que lo que pasaba es que me tenía envidia porque a ella no le había salido ningún novio y se iba a quedar para vestir santos.

A mí me daba mucha rabia que me llamaran retrasada. Yo ya sé que mis padres no me mandaron a la escuela y que no sabía ni leer ni escribir, pero tengo muy buena memoria. Me sé de cabeza la fecha de los cumpleaños de todos los familiares y conocidos, el número de la matrícula de los dos coches de línea que hay en el pueblo y hasta una poesía muy larga que me enseñó la Emilia, esa que me salvó la vida cuando nací. Pero a partir de la despedida del madrileño me da igual que me lo llamen. Desde entonces dejo que me lo digan y hasta que se lo crean, porque así no me harán más preguntas sobre lo que pasó aquella noche. No quiero que se enteren de que lo sé todo y me acuerdo como si fuese hoy mismo.

Me acuerdo de que aquel día algunos sacaron banderas a los balcones y gritaban: "¡Han liberado la capital! ¡Han liberado la capital!" También me acuerdo de que por la tarde llegaron al pueblo un grupo de forasteros y mi madre no me dejó salir de casa. Cerró la puerta, dio dos vueltas a la llave y echó las contraventanas. Había mucho jolgorio por las calles y se oían explosiones, como cuando se tiran cohetes en las fiestas. Pensé que habían organizado alguna romería por lo de la capital y yo tenía que ver al madrileño, porque a lo mejor me estaba buscando para bailar ese baile que me prometió. Así que, por la noche, aunque me daba mucho miedo por lo de mi padre, a escondidas, me escapé de casa. Estaba todo muy oscuro pero el griterío me llevó hasta el ayuntamiento. Aquello no parecía una fiesta. Había mucha gente formando un círculo con palos en la mano y algunos tenían pistolas y fusiles. Y todos gritaban y gritaban. Bueno, todos no. Había unos pocos que estaban en el centro con la cabeza muy gacha, sin decir nada y los de fuera les empujaban y les llamaban cosas que no entendía. Me asusté mucho y eché a correr. Corrí tanto que parecía que el corazón se me iba a salir. Corrí tanto que, sin darme cuenta, acabé a la salida del pueblo, en el Campo Viejo. Allí, recostada contra el tronco que tenía escrito las letras de mi nombre y el del madrileño, me quedé dormida.

Me despertaron unas voces. Un grupo de personas se acercaban pero antes de llegar a mi altura, una de ellas ordenó que se parasen. Hicieron dos filas. En la que estaba al lado de la tapia se pusieron tres hombres y en la otra había unos cuantos más. De repente, el que parecía mandar se colocó frente a los tres de la pared y sacó una pistola. Los que estaban junto a él hicieron lo mismo. Dispararon muchas veces, pero solo vi caer al primero. Antes del segundo disparo me tapé la cara y después, aunque quería estar callada, no pude. Chillé y chillé, y al momento dos de aquellos hombres me arrastraron a empujones hasta donde estaban los demás, mientras uno de ellos decía: "¡ésta lo ha visto todo!, ¡lo ha visto todo!" En ese instante pensé que me iban a matar y lo único que me vino a la cabeza fue lo triste y sola que se iba a quedar mi madre. Sin embargo ocurrió algo que yo no podía esperar. Alguien se acercó hasta mí. Me costó un poco reconocerle porque iba vestido como si fuese un soldado, pero era él, el madrileño. Llevaba un gorro con dos picos, un chaquetón con botones brillantes y el pañuelo anudado al cuello. Como vio que estaba temblando me cogió las manos e intentó tranquilizarme llamándome preciosa. Entonces dejé de tener miedo porque sabía que nada malo me podía pasar si él estaba allí. Después me dijo que aquéllos que estaban en el suelo eran los que obligaron a mi padre a dar el paseo. También me dijo que se tenía que ir con los suyos y que dentro de uno o dos días vendrían al pueblo muchos hombres vestidos de soldados, pero que no eran sus amigos. Por eso, si me preguntaban por él, yo no debía decirles nada de lo que había visto. A cambio, él me prometió que volvería cuando todo acabara y que le esperase, porque teníamos un baile pendiente. Antes de marcharse se quitó el pañuelo, me lo puso en el cuello y me dio un beso en la frente. Fue entonces cuando me vinieron los temblores en las piernas.

Cuando llegué a casa estaba amaneciendo y mi madre se enfadó mucho conmigo. No le conté dónde había estado. Y tampoco se lo conté a aquellos hombres uniformados que a los dos días vinieron a preguntarme si sabía algo del madrileño. Por lo visto, no les debió gustar nada que pasase las tardes del domingo con él. A quien no pudieron preguntar fue a mi prima, Merceditas. Se había marchado del pueblo con los amigos del madrileño. Eso es lo que tendría que haber hecho yo: irme con el madrileño. Pero, como me dijo que le esperase... ¿Cómo iba a saber él que me iban a meter en este sitio tan grande, lleno de mujeres raras y que casi no me hablan? Menos mal que Amelia, la que me da las pastillas y me cuida, me quiere mucho y me cuenta cosas. Hoy me ha dicho que va a haber un desfile porque coronan al rey. Yo voy a verlo con ella en la televisión. Como es en Madrid, lo mismo desfila el madrileño con su traje de soldado. Luego tengo que ir a planchar el pañuelo. Digo yo que si hay un nuevo rey es porque habrá terminado la guerra. Y a lo mejor el madrileño se presenta aquí mañana.

@Grupo Literario Guardense

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