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Gustavo Adolfo Bécquer

Bécquer es, sin duda, el punto de partida de la Poesía Española del siglo XX, siendo patente su huella en tres grandes poetas del siglo XX: Machado, Unamuno y Juan Ramón Jiménez.


Las Rimas siguen teniendo numerosos lectores que, más que como obra clásica, las leen como obra viva que les sugiere nuevas emociones, siendo además su autor uno de los pocos poetas españoles que consigue por igual el aplauso de mayorías y de minorías. Algunos se preguntan, incluso, si Bécquer es realmente un poeta del siglo XIX, pues, en cierto sentido, estamos ante una de las plumas más atemporales de nuestra historia literaria: siendo profundamente romántico, es sin embargo el único que, junto con Rosalía de Castro, se aleja tanto de la grandilocuencia típica del Romanticismo, como del prosaísmo de la poesía realista que triunfaba entonces. 




Hasta él, la poesía era declamada, era un espectáculo de oratoria en que jugaban un papel importante los gestos y las modulaciones de voz. Desde Bécquer, la poesía se escribe para ser interiorizada, teniendo la impresión al leerla, incluso, de que su verdadera poesía empieza donde acaban sus versos... Es ésta una característica tan importante, que podría decirse que a partir de él se instaura un nuevo concepto de poesía, que durará hasta hoy.

Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836, siendo el apellido Bécquer de unos antepasados que a finales del siglo XVI habían venido de Flandes.
Cuando tenía cinco años murió su padre, y poco después su madre. El niño fue recogido por unos tíos, pasando a vivir más tarde en casa de su madrina, mujer acomodada que poseía una completa biblioteca donde su ahijado pasaba muchas horas leyendo a autores como Chateaubriand, Byron, Víctor Hugo, Hoffman o Espronceda.

A los dieciocho años el joven se fue a Madrid, donde pasó una dura etapa de trabajo agotador y grandes estrecheces económicas, fracasando en varias tentativas periodísticas, y teniendo que vivir en ocasiones de la ayuda de algunos amigos.

Probablemente como consecuencia de tantas privaciones y del inmenso trabajo realizado, contrajo la grave enfermedad que habría de llevarlo a la tumba años después: la hemoptisis.

Durante la convalecencia conoció a Julia Espín, hija de un profesor del Conservatorio y muy probablemente la inspiradora de gran parte de las Rimas. Su rango social, demasiado elevado para el poeta, hizo que Bécquer no se atreviera a declararle sus sentimientos. En 1860 entabló relaciones con Casta Esteban, hija de su médico. Los biógrafos suponen que poco antes de conocerla había tenido Bécquer relaciones amorosas con otra mujer, que según el testimonio de sus amigos era de clase alta, bella y sensual pero desconocía la profundidad de sentimiento y el idealismo pasional que él necesitaba; el poeta sabía que era ignorante, prosaica... pero su belleza lo fascinaba. Según algunos, se trataba de Elisa Guillén, y el final amargo de estas relaciones coincide cronológicamente con algunas de sus Rimas más sombrías.

También se la supone destinataria de las “Cartas literarias a una mujer”. Sin embargo, la falta de testimonios directos hace dudar sobre la intensidad de la relación que Bécquer mantuvo con ella, lo mismo que ocurre con Julia Espín.

Para algunos apenas las conoció; para otros, fueron las musas que inspiraron lo mejor de su obra.

Lo que sí queda patente a lo largo de todos sus escritos, es que Bécquer fue muy desgraciado en amores, experimentando un deseo desesperado de algo que nunca logró poseer, y también vemos a lo largo de muchas Rimas y de algunas Leyendas, el arquetipo repetido de mujer hermosa, fría y cruel, que con sus caprichos destruye al hombre que la ama (fuga autobiográfica, sin duda, del que escribe).
En 1861 se casa con Casta; parece que fue una unión apresurada, tal vez hecha por despecho, que no trajo al poeta la felicidad buscada: parece que ella distaba mucho de la esposa ideal para un hombre como él.

A los siete años de casados se produjo la separación, a pesar de que ya tenían tres hijos. No parece que Casta le inspirase ninguna de las Rimas. Ella mantenía una relación con otro hombre, y tuvo un niño con él, que Bécquer reconoció como suyo. Por estos años comenzó su actividad periodística, (aunque probablemente para los lectores de su tiempo Bécquer era simplemente un periodista no demasiado importante).

En 1864, gracias a la intervención de González Bravo, fue nombrado censor de novelas; este cargo y su amistad con el ministro conservador han sido objeto de numerosos estudios y diversas opiniones, pues si bien Bécquer lo ejerció con una liberalidad que no le perdonaron los más estrictos, su ideología queda, sin embargo, bastante indefinida. Se podría hablar de un “tradicionalismo estético”.
Su gran preocupación, en este aspecto, fue siempre el intento de armonizar los avances de la Humanidad con las tradiciones españolas: Veía con optimismo el avance de los nuevos tiempos, pero el gran amor al pasado histórico de su país le hacía contemplar apenado cómo era olvidado y suplantado en ocasiones...

Sin embargo, los acontecimientos políticos no dejaron de afectarle, pues al ser sustituido el gobierno en que estaba su protector, Bécquer dimitió; y a los tres meses, al recobrar el poder González Bravo, fue restituido en su puesto hasta la revolución del 68 (fue entonces, al caer Isabel II, cuando el palacio del ministro fue saqueado y desapareció el manuscrito de las Rimas, que Bécquer le había entregado para su publicación).

Siguió una época de abatimiento, en que se instala con su hermano Valeriano y con los hijos de ambos, en Toledo. Reconstruye de memoria Las Rimas con el título de “El Libro de los gorriones” (manuscrito que hoy se conserva), y se dedica de nuevo al periodismo.

El invierno de 1870 fue muy duro, y Bécquer sufrió un enfriamiento que agravó su enfermedad. El 22 de diciembre murió a los treinta y cuatro años de edad; sus últimas palabras fueron: “todo mortal...”

Antes había quemado su correspondencia amorosa. Al día siguiente del entierro, varios amigos se reunieron en el estudio del pintor Casado del Alisal y decidieron publicar su obra, abriendo una suscripción pública que permitió hacer la primera edición en 1871.

Contrasta su vida con la de otros poetas de su tiempo como Zorrilla, Núñez de Arce o Campoamor, que disfrutaron del éxito en vida, teniendo vidas largas y llenas de bullicio, frente a la vida breve, infeliz y casi anónima de Bécquer.

En cuanto a su obra literaria, no muy extensa, toda ella se desarrolla prácticamente en el mundo mágico de los sueños, quedando la realidad velada casi siempre por una niebla que nos recuerda su indudable influjo nórdico. Él mismo reconocía la confusión existente con frecuencia en su mente entre lo real y lo soñado. “Las Leyendas” representan el triunfo del relato en prosa, un género hasta entonces mediocre y lleno de tópicos. “El Monte de las Ánimas” recoge una antigua tradición de los alrededores de Soria sobre los templarios, que habían luchado con los hidalgos de la ciudad por la posesión de los cotos de caza existentes en ese monte, y que en la Noche de Difuntos corren por él... El amor del protagonista y la frivolidad de su acompañante femenina hacen que don Alonso aparezca muerto en dicho monte, al día siguiente de volver a él para recoger una banda que ella había extraviado.

El tema de la mujer que atrae con su belleza la destrucción del hombre que la ama, aparece de nuevo en “Los ojos verdes”, así como la descripción de la mujer ideal, aquélla por cuya mirada se siente dispuesto el protagonista a dar la vida, y en quien encarna el autor su propio sueño. “El rayo de luna” es quizá la leyenda más típica de su autor, y en ella el protagonista se enamora de una figura de mujer que él mismo ha forjado, y que resulta ser un rayo de luna... En “El beso” la estatua femenina de una iglesia enamora a un oficial francés, porque posee el encanto ideal que nunca ha conseguido encontrar en las mujeres reales; al final, cuando uno de los que la contemplan extasiados manifiesta su deseo de que fuese de carne y hueso, le contesta el protagonista “¡Carne y hueso!....Miseria, podredumbre...”

Lo más destacable de Las Leyendas, es la capacidad del autor para captar y describir lo maravilloso, lo que está más allá de la realidad y trasciende a la razón. En este sentido, vemos claras afinidades con lo que posteriormente será el Surrealismo: por muy distintos caminos, Bécquer y Breton defienden la libertad de la mente para ascender a mundos superiores a los que no puede acceder en la vida cotidiana.

Durante su estancia en el monasterio de Veruela reponiéndose de su enfermedad, escribió “Cartas desde mi celda”, en las que destacan profundas reflexiones como ésta, provocada al contemplar un pequeño cementerio de aldea: He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la humanidad, y concluido mi papel, meterme entre bastidores sin que me silben ni aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.

“Las Cartas literarias a una mujer” fueron publicadas anónimamente en “El Contemporáneo”. En la tercera aparece una descripción del amor que ilustra como pocas la concepción del poeta: “El amor -según Bécquer- es la suprema ley del Universo, ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige”.

En la carta primera identifica la Poesía con la Mujer, lo mismo que hará en una de sus Rimas más conocidas: “La poesía eres tú, porque la poesía es el sentimiento y el sentimiento es la mujer”.

También aparece con fuerza en ellas un tema que preocupaba a Bécquer: la incapacidad de expresar adecuadamente todo lo que se le agolpaba dentro: “Si tú supieras cómo las ideas más grandes se empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro de la palabra; si tú supieras qué impalpables son las gasas de oro que flotan en la imaginación...”

En realidad, a Bécquer le obsesionaba puntualizar la gran distancia existente entre lo mucho que sentía y lo poco que creía decir. Por otro lado, insiste en la capacidad de evocar el pasado, como el mérito principal de los poetas: “Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más, creo que únicamente por esto lo son”. “Las Rimas” fueron escritas entre 1859 y 1868. Se trata de 76 poemas cortos, asonantados en su mayoría, de inspiración delicada y tono melancólico, en que el autor parece acariciar un amor soñado, y cuya métrica ondulante parece responder a su música interior.

En la Rima I leemos:

“Yo sé un himno gigante y extraño,
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras...”

La mayor parte de las Rimas hablan de un amor desgraciado; otras son expansiones líricas en que Bécquer expresa sus ideas sobre la vida y la poesía, y a lo largo de todas ellas puede apreciarse el choque entre el ideal soñado y el mundo real, choque que deja al poeta desgarrado.

Como colofón, es necesario recordar que cuando Bécquer escribe, el Romanticismo era ya algo superado; era el momento de la burguesía, de la sociedad que consolidaría la Restauración Monárquica de 1875, y que necesitaba un tipo de poesía que fuese como un objeto de consumo útil. Se ponen de moda versos que los poetas escriben en los abanicos de las damas, como ocasión de lucimiento más que como expresión de sentimientos, con frecuencia ripios de un prosaísmo tedioso.

Pero los rescoldos románticos no se habían apagado del todo, y en medio de ese ambiente adverso, dos seres desgraciados y profundamente sensibles se abren paso y nos dejan una poesía íntima, espiritual y delicada, tan lejos de Campoamor y Núñez de Arce como de Espronceda o Zorrilla (hablo, naturalmente, de Bécquer y de Rosalía de Castro).

En su tiempo se calificó su poesía de “poco cuidada”, por el contraste que ofrecía con la moda que triunfaba entonces. Hoy, sin embargo, lo más admirable de ella es precisamente su sencillez, la bruma y el ensueño que la envuelve, y sobre todo, su total ausencia de retórica.

Núñez de Arce la calificó despectivamente de “suspirillos germánicos”, y es que el contraste de su lírica con la de su época es total. Hoy apenas es conocida la poesía de Núñez de Arce, y sin embargo seguimos emocionándonos al leer a Bécquer...


Para saber más:
Gustavo Adolfo Bécquer



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