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Principio del Reinado de don Jaime

Al mismo tiempo que el tercer Fernando de Castilla y de León ganaba tan importantes y decisivos triunfos sobre los sarracenos en el Mediodía de España, tomándoles las más populosas y fuertes ciudades y obligándolos a buscar un asilo en los climas africanos o a guarecerse como en un postrer refugio dentro de los muros de Granada. Las armas aragonesas conducidas por el joven y valeroso príncipe don Jaime I alcanzaban no menos señaladas y gloriosas victorias sobre los moros de Levante, y arrancando de su poder las más opulentas ciudades del reino valenciano y lanzándolos de aquel bello suelo, se ensanchaba Aragón al propio tiempo que crecía Castilla, y se engrandecían sumiltáneamente ambos reinos recobraban sus dos esclarecidos príncipes, Jaime y Fernando, a España y a la cristiandad las dos más bellas y feraces porciones del territorio español, Valencia y Andalucía. 
EDAD MEDIA

Destinado don Jaime I de Aragón a ser uno de los soberanos más ilustres, más grandes, más gloriosos de la edad media, así como alcanzar uno de los más largos reinados que mencionan las historias, todo fue extraordinario y maravilloso en este príncipe, comenzando por las extrañas y singulares circunstancias de su concepción y de su nacimiento.

Entregado el tierno hijo de Pedro II de Aragón y de María de Mompeller a la guarda y tutela del matador de su padre, el conde de Montfort; sacado de su poder por reclamaciones de los barones aragoneses y por mandato del pontífice Inocencio III; llevado a Aragón a la edad de poco más de seis años; jurado rey en las cortes de Lérida por aragoneses y catalanes (1214); encerrado en el castillo de Monzón con el conde de Provenza su primo bajo la custodia del maestre del Templo don Guillén de Monredón; pretendido el reino por sus tíos don Sancho y don Fernando; y dividido el Estado en bandos y parcialidades; estragada y alterada la tierra; consumido el patrimonio real por los dispendios de su padre, el rey don Pedro; empeñadas las rentas de la corona en poder de judíos y de moros, y careciendo el tierno monarca hasta de lo necesario para sustentarse y subsistir. Pocas veces una monarquía se ha encontrado en situación más penosa y triste que la que entonces afligía al doble reino de Aragón y Cataluña. Y sin embargo bajo aquel tierno príncipe, huérfano, encerrado y pobre, el reino aragonés había de hacerse grande, poderoso, formidable, porque el niño rey había de crecer en espíritu y en cuerpo con las proporciones de un gigante.

Su primo el joven conde de Provenza Ramón Berenguer, recluído como él en la fortaleza de Monzón, había logrado una noche fugarse del castillo por secretas excitaciones que los barones y villas de su condado le habían hecho para ello reclamando su presencia. El temor de que este ejemplo se repitiera con don Jaime movió al maestre de los templarios a ponerle en libertad dejándole salir de su encerramiento, con la esperanza también de que tal vez por este medio se aplacarían algo las turbaciones del Estado, y las cosas se encaminarían mejor a su servicio. Nueve años contaba a aquella sazón don Jaime (1216). Cierto que por consejo del prudente y anciano don Jaime Cornel se confederaron algunos prelados y ricos-hombres en favor del rey, prometiendo tomarle bajo su protección y defensa, y jurando que nadie le sacaría de poder de quien le tuviese a su cargo sin la voluntad de todos, so pena de traición y de perjurio. Pero don Sancho su tío, que malhadadamente había sido nombrado procurador general del reino, se irritó tanto como supo la libertad del monarca su subrino, que no sólo aspiró desembozadamente a apoderarse de la monarquía, sino que reuniendo su parcialidad exclamó con arrogancia: "De grana entapizaré yo todo el espacio de tierra que el rey y los que con él están se atrevan a hollar en Aragon en esta parte del Cinca".

Salió, pues, don Jaime un día al amanecer de Monzón, y lo primero que le notificaron los ricos-hombres que en el puente le aguardaban, fue que el conde don Sancho se hallaba con toda su gente en Selgua, dispuesto a darles batalla. El rey, aunque niño, comenzó a mostrar que no temía los combates, y pidiendo a uno de sus caballeros una ligera cota, vistio por primera vez en su vida la armadura de la guerra, y prosiguió animoso su camino, con la fortuna de no encontrar al enemigo que tan arrogantemente le había amenazado, llegando sin contratiempo a Huesca, y dirigiéndose desde allí a Zaragoza, donde fue recibido con mucho regocijo y solemnidad.





La Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la
historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX. 

Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.


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