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Una furiosa tempestad, camino de Mallorca

Toda Cataluña se hallaba en movimiento desde los primeros días de la primavera (1229). Aragón, aunque miraba la empresa con menos entusiasmo, no dejó de afrontar respetables contingentes: el puerto de donde la armada había de darse a la vela era Salou. Antes de mediados de agosto ya se hallaban reunidos en Tarragona el rey, los prelados, los ricos-hombres y barones catalanes y aragoneses. La flota se componía de venticinco naves gruesas, de diez y ocho táridas, doce galeras y hasta cien galeones, de modo que ascendían entre todas a ciento cincuenta y cinco embarcaciones, entre ellas un navio de Narbona de tres puentes, sin contar una multitud de barcos de transporte. Iban en la armada quince mil hombres de a pie y mil quinientos caballos, y además, no pocos voluntarios genoveses y provenzales que se les reunieron. Señalado el día y dispuesto el orden en que habían de partir las naves, de las cuales había de ir la primera la que guiaba Nicolás Bovet y en que iba el vizconde de Bearne Guillermo de Moncada, oída misa en la catedral de Barcelona, y después de haber comulgado el rey, los barones y todo el ejército (piadosa preparación que jamàs omitía el rey don Jaime), dióse al viento la flota, en la madrugada del miércoles 6 de septiembre (1229), siendo el rey  el postrero que se embarcó en una galera de Mompeller, por haber esperado en Tarragona a recoger mil hombres más que solicitaban incorporarse a la expedición. 
EDAD MEDIA

Habían navegado veinte millas cuando se levantó una furiosa tempestad, que movió a los cómitres y pilotos a aconsejar al rey se hiciese todo lo posible por regresar al puerto de Tarragona, pues no había medio de poder arribar a la isla. "Eso no haré yo por nada del mundo, contestó don Jaime: emprendí este viaje confiado en Dios, y pues en su nombre vamos, él nos guiará". Al ver la resolución del monarca todos callaron y siguieron. La tempestad fue arreciando  y las olas cruzaban por encima de las naves. Calmó al fin algún tanto la borrasca , y al día siguiente se descubrió la isla de Mallorca. Hubieran querido abordar al puerto de Pollenza, pero se levantó un viento contrario, tan terrible y tempestuoso que los obligó a ganar la Palomera. Llegó allí la cruzada sin haberse perdido un solo leño, amarrándose las naves en el escarpado islote de Pantaleu, separado de la tierra como un tiro de ballesta.

Se refrescaba allí el ejército y reposaba algun tanto de las fatigas de tan penosa expedición, cuando se vió a un sarraceno dirigirse a nado al campo cristiano, y saliendo de las aguas y acercándose al rey, puesto ante él de rodillas le manifestó que iba a informarle del estado en que aquel reino se hallaba. Que el rey de Mallorca tenía a su servicio cuarenta y dos mil soldados, de los cualaes cinco mil de caballería, con los que esperaba impedir el desembarco de los cristianos, y que así lo que convenía era que desembarcase pronto en cualquier punto, antes que el rey moro pudiera salirle al encuentro. Agradeció el rey el aviso y dio orden a sus mejores capitanes para que aquella noche, en el mayor silencio, levasen anclas, y con doce galeras remolcando cada una su navío fuesen costeando la isla. Arribaron éstas la mañana siguiente a Santa Ponza, donde no se veían sarracenos que impidiesen el desembarque.

El primero que saltó a tierra fue un soldado catalán llamado Bernaldo Ruy de Moya (que después se llamó Bernaldo de Argentona, a quien el rey hizo merced del término de Santa Ponza), que con bandera en mano y subiendo por un escarpado repecho excitaba a los de la armada a que le siguiesen. De los ricos-hombres y barones los primeros que saltaron fueron don Nuño, don Ramón de Moncada, el maestre del Templo, Bernaldo de Santa Eugenia y Gilberto de Cruilles. Otros muchos caballeros siguieron el ejemplo de los intrépidos catalanes.





La Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la
historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX. 

Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.


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