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De los males y remedios de la época

Al consultar la historia de los pasados tiempos con detención e imparcialidad en los testimonios legítimos de contemporáneos, al sondear la existencia íntima, la vida privada, por decirlo así, de las generaciones que nos precedieron, despojadas del engañoso reflejo de la gloria y del brillo de sus grandes hombres é ilustres hechos, nuestro primer movimiento es de amargo escepticismo, el segundo es de suave resignación para aceptar la suerte que la Providencia nos ha reservado. Comparando vicios con vicios, tinieblas con 'tinieblas y unos temores y unos sufrimientos con otros, si no nos damos todavía por satisfechos y bien librados, por lo menos nos acostumbramos a reconocer que no son cosecha exclusiva de nuestro tiempo los males que nos afligen, que su germen desde el primer hombre fue introducido en el seno de la tierra, y que sus abrojos han ensangrentado las plantas de cuantos la habitaron antes de nosotros.

EL ÁNCORA | Barcelona, 1850


El siglo de oro jamás ha existido sino en la fantasía de los poetas, jamás existirá sino en las promesas de los utopistas; el mal y el bien están destinados a reinar acá bajo en perpetua amalgama y a encadenarse recíprocamente; y del mismo tronco o raíz de toda institución humana brotan como ramas gemelas las ventajas y los perjuicios. Contrayéndonos a las sociedades cristianas, a aquellas en que la religión sentada en el trono constituía además
del principio social el principio de gobierno, ¿qué de errores no empañaron su resplandor? qué de corrupción no mancillaba su pureza? ¿qué de abusos en contra de ella y a su nombre cometidos? ¿qué de trastornos públicos? ¿qué de comunes calamidades? Los principios se falsean, las leyes se eluden, las instituciones degeneran, las revoluciones destruyen, la paz y la prosperidad corrompen; esta fue y será siempre la historia de la humanidad; y el mal, no ha cambiando sino de formas, y ha propagado a la sombra de las ideas dominantes, cual venenoso reptil se adhiere con preferencia a los árboles mas lozanos y robustos para carcomer sus raices y emponzoñar su savia vivificante.

Creemos oportuno echar por delante estas breves indicaciones, a fin de que al trazar el estado de nuestra época no se nos acuse de ennegrecerlo con recargados colores, deslumbrados con las ilusiones de lo que fue, ni se nos confunda con esos espíritus descontentadizos por sistema que
marchan siempre con los ojos vueltos a lo pasado maldiciendo de lo presente. Tal vez más adelante insistiremos en ellas desarrollándolas, para disipar esa concentración aprensiva en nuestros dolores propios con olvido de los que antes y generalmente se sufrieron, para calmar esa excitación egoísta que prorrumpe en desesperadas quejas, reclamando exclusivamente el triste derecho de quejarse, para desvanecer, en fin, con el espectáculo de tantos trastornos y ruinas desde tan antiguo acumuladas, los exagerados temores de los que a cada mudanza juzgan inminente el aniquilamiento de la sociedad y fuera del alcance de su vista no creen sino en el caos.

Por ahora no tratamos de comparar; nuestro objeto es exponer los daños y las ventajas, los bienes y los males, los contrastes de luz y de sombra, de vida y de postración, de peligro y de esperanza, de fuerza y debilidad que en este siglo se encierran para la sociedad y para el individuo, nada pensamos ocultar, nada exagerar en este rápido bosquejo. Preciso es convenir en los hechos antes de averiguar su origen, y conocer el origen para indicar mejor el remedio; y solo de hechos exactos, incontrovertibles y completos pueden brotar eficaces y luminosas reflexiones.

Las sociedades viven por la autoridad; ésta es su alma y elemento vital cualquiera que sea la forma de gobierno en que se encarne, y conforme se van gastando transmigra de cuerpo en cuerpo, una en su esencia aunque diferente en su acción y modo de existir. Sin libertad, bajo el despotismo mas absoluto, las naciones alientan aun,  si bien encadenadas; sin autoridad se disuelven necesariamente en el abismo de la anarquía. Meciéndose sobre el huracán de las revoluciones, sobrenadando a las desechas oleadas que vuelcan los tronos y los gobiernos, cuando se hunde el derecho, es recogida por la fuerza, ínterin que esta otra vez procura convertirse en derecho: así el desorden no es mas que una aproximada imagen de la anarquía , como el letargo lo es de la muerte. Pero esta alma social , aunque inmortal en sí misma, aunque emanación del soplo de Dios lo mismo que la del hombre , está sujeta a condiciones y vicisitudes que la hacen menos activa y eficaz, que merman su vitalidad y relajan sus vínculos con el cuerpo. Ahora bien, de esta alma social el derecho es la razón, la fuerza es el instinto ; con el derecho se ganan los espíritus, con la fuerza se subyugan los cuerpos: la razón ilustra, convence y guía; el instinto embrutece y arrastra tiránicamente. Cuando el poder reside en la fuerza, la libertad se coloca en la sedición.

Tristísima es la aplicación de estos axiomas a la situación presente de nuestras sociedades. Cuan debilitado se encuentre el principio y el sentimiento de la autoridad, cuan dudosa y confusa la noción del derecho , y cuan divorciados en la práctica uno y otro elemento, basta tender la vista en derredor nuestro para demostrarlo. Cuestiónase sobre el origen , sobre la índole sobre la prescripción, sobre los límites del derecho, y la autoridad despojada de su sanción se ha lanzado en brazos de la fuerza. Hasta que punto le haya sido favorable esta nueva tutela, lo dice la  suspicacia de los gobiernos y la impaciencia de los gobernados, lo dice esa apelación interminable de la compresión a la resistencia, de las bayonetas a las barricadas. Así en el apogeo de la civilización hemos tropezado con la sima de la barbarie, cuyas contiendas veríamos reproducidas en toda su brutalidad, si el enervamiento de las costumbres y la debilidad misma del poder no hiciera, bien que con terribles excepciones, menos sangrienta la lucha y mas fácil la victoria.

EL ÁNCORA | Barcelona,  5 enero de 1850

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