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Juan Ramón Jiménez, en busca de la poesía pura

Si ha habido un poeta puro, esencial, desnudo, ése ha sido Juan Ramón Jiménez


Poeta de la belleza por la belleza, poeta también de la palabra por la palabra; descubridor de la belleza de la palabra, del valor de la palabra cuando es exacta, cuando es sonora, cuando es verdadera…



Su poesía es un canto a la palabra.

¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!,
Que mi palabra sea
la cosa misma
creada por mi alma nuevamente.

Hay mucho pesimismo en su obra y mucha oscuridad, a pesar del maravilloso colorido de sus atardeceres malvas y violetas, de los campos floridos de primavera o los reflejos de la niebla, en el fondo está un hombre atormentado por la vida, un hombre que busca la inmortalidad a través de la poesía (“Al lado de mi cuerpo muerto, mi Obra viva”), y que vive obsesionado por ello. Y precisamente fue esa obsesión la que le impidió vivir en plenitud y alcanzar la felicidad.

Juan Ramón fue un hombre solitario y retraído de temperamento nervioso e hipersensible, un espíritu inestable y contradictorio.

Con cierto aire árabe, muy varonil, con una voz melancólica y profunda, fue poco amigo de actos públicos, conferencias y homenajes; de hecho, no aceptó ser académico. Como dato curioso, diremos que tenía una letra muy difícil de entender, y en la imprenta le cobraban un real más por línea… Por su búsqueda de belleza y absoluto, su poesía sirvió de guía a los poetas puros y al Grupo del 27. Los poetas de la posguerra se alejaron de su estética, más preocupados por problemas sociales, pero al estabilizarse el panorama de la poesía, en cada poeta que intenta renovar el lenguaje poético está y estará presente Juan Ramón Jiménez como un ejemplo incuestionable. De hecho, la poesía actual sigue siendo deudora del poeta de Moguer, aunque pretenda ignorarlo. De su biografía importa más cuanto se refiere a su vida literaria. La Obra, la Poesía, fue el eje verdadero de su existencia, y siempre intentará apartar de su vida todo lo que no tenga que ver con ella:

Yo tengo en mi casa, 
por su gusto y el mío, a la Poesía. 
Y nuestra relación es la de dos apasionados. 

Tal vez no cayó en la cuenta de que la poesía no es un elemento químico que pueda aislarse…
Juan Ramón nació un 24 de diciembre de 1881 en Palos de Moguer, y su pueblo y el recuerdo de los atardeceres malvas, del sol de otoño, de las salinas, del mar… estarán siempre presentes en su obra. Su infancia fue solitaria, de niño “guardado” que observaba la vida tras los cristales de su vieja casa y veía cómo otros niños jugaban y reían, espiando crepúsculos y nubes desde miradores y balcones. La muerte de su padre en 1900 mientras dormía le traumatizó profundamente, y en realidad nunca se repuso de ese temor a morir de la misma forma. Después de un viaje infructuoso a Madrid, escribe “Platero y yo”. Este poema en prosa responde a un momento de humanización en el que el poeta habla al amigo muerto con tonos elegíacos conmovedores. Es la “comunicación de la soledad”, cargada de lirismo. En 1914 conoce a Zenobia Camprubí, una mujer moderna, guapa, elegante y avanzada para su época, que supo insuflar seguridad, fortaleza y ansias de vivir en nuestro poeta. Juan Ramón cambió de carácter al conocerla, se olvida de la muerte y escribe poemas llenos de alegría de vivir. Como recuerdo de su viaje de novios a Estados Unidos, escribe una de sus obras principales: “Diario de un poeta recién casado”, que supone una apertura al mundo, un descubrimiento de las personas y las cosas. El poema se hace movimiento, y el verso libre tiene una cadencia que es el recuerdo del movimiento suave de las olas durante el viaje… Comienza su camino hacia la poesía pura.

Tras la guerra civil realizó otro viaje que iniciaba su período de exiliado. Nunca volvería a pisar Juan Ramón su patria. Ese hecho sacudió sus fibras más íntimas a pesar de que nunca se había implicado excesivamente en los problemas políticos. Al poco tiempo de llegar a suelo americano cae enfermo y está cierto tiempo sin escribir; cuando sale del hospital, siente un arrebato incontenible, un chorro de poesía angustiada y caótica, casi automática, que constituye su obra “Espacio”.

El 25 de octubre de 1956 se le comunicó la concesión del Premio Nobel “por su pureza lírica, que constituye en lengua española un ejemplo de alta espiritualidad y de pureza artística”, mientras Zenobia agonizaba, víctima del cáncer. La que había sido su enfermera, su secretaria, su compañera y hasta un poco su madre y su chófer, moría tres días después, dejando al poeta sumido en la mayor de las soledades (“todo es menos”, decía). La sobrevive dos años escasos, y el 29 de mayo de 1958 muere a consecuencia de una bronconeumonía.

Cuando se cumplen cincuenta y ocho años de su muerte, queremos hacer patente nuestro homenaje de admiración y gratitud también,  a uno de los más grandes poetas que por encima de modas, de tiempos y de lugares, han existido…
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Fotografía tomada de la revista "LA NACIÓN, Un siglo en sus columnas", editada por el diario La Nación con motivo de cumplirse 100 años de su fundación. Buenos Aires 4 de enero de 1970.




Autores de Nuestra Historia
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