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Alejandro Casona


El teatro de Alejandro Casona, cien años después


Se cumplen 113 años del nacimiento de un gran autor de teatro, injustamente olvidado a pesar de ser uno de los representantes más importantes del teatro del 27. 


Tal vez su prolongado exilio y el escaso apoyo de la crítica cuando regresó a España, se encargaron de que el éxito de público –que siempre lo acompañó- diese paso a un olvido paulatino y a una escasa valoración de su teatro.

Alejandro Rodríguez Álvarez nació en Besullo (Asturias) el 23 de Marzo de 1903.
Desde Oviedo trasladó la matrícula al Instituto de Palencia en octubre de 1916, cursando en la capital palentina un curso de Bachillerato. Estudió Magisterio, y la vocación pedagógica siempre estuvo presente en su obra.

Dirigió el Teatro del Pueblo en 1931, y paralelamente a lo que hacía Lorca con La Barraca, Casona recorrió durante cinco años el mapa rural de la península, llevando a los más apartados rincones el sabor genuino del arte teatral. Era un teatro universitario en el que todo se hacía de forma desinteresada, y después de muchos años, Casona lo recordaba así: "Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella, y si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí".

En 1933 obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio Lope de Vega. Estrenó algunas obras antes del 36, y al sobrevenir la guerra civil se exilió a Francia, siendo director artístico de una compañía francesa de comedias. Viajó por Hispanoamérica y desde 1940 residió en Buenos Aires, donde se estrenaron sus obras principales: La dama del alba, Los árboles mueren de pie, La barca sin pescador, etc.
En 1962 regresó a España y en 1965 murió en Madrid.

A su regreso se estrenó La dama del alba, con gran éxito. Sin embargo, el aplauso del público llevó aparejado un descenso en la valoración de la crítica, tal vez porque el público español de entonces no era precisamente garantía de buen gusto. (Es necesario recordar que en los escenarios españoles se representaban obras de tema intrascendente y tonos triunfalistas o escapistas, según los casos, cumpliéndose lo que Lorca había dicho en su Charla sobre Teatro en 1935: “Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de serrín... El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país. Un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede adormecer a una nación entera”).

A la crítica de teatro de evasión que se le hizo a su teatro, se puede responder que a Casona le interesan sobre todo la Humanidad, el amor a la tierra, a la casa, a las tradiciones, las sombras, la fe, la muerte, y sobre todo el amor puro como sentimiento supremo entre los humanos.

No se trata de un teatro de evasión, pero tampoco de provocación, tratando los temas que siempre han interesado e interesarán al ser humano. Oigamos su propia valoración:

“No soy escapista que cierra los ojos a la realidad circundante... Lo que ocurre es que yo no considero sólo como realidad la angustia, la desesperación y el sexo. Creo que el sueño es otra realidad tan real como la vigilia”. 

Aunque sus planteamientos políticos fueron de izquierda, sus obras no tuvieron nunca un posición ideológica clara, y quizá por ello también se le tildó de evasivo. Tampoco pretendió novedades estéticas, situándose fuera del teatro de vanguardia.

Sin embargo, Casona fue un triunfador indiscutible de la escena: lo hizo en la República, en el exilio, y a su regreso a España. Su teatro de depurada técnica, sus obras perfectamente construidas valían para cualquier situación, y ésa fue a la vez su grandeza y su miseria.

En 1964 se estrenó El caballero de las espuelas de oro, cuyo protagonista es Francisco de Quevedo; en este certero acercamiento al personaje y a su entorno, resaltan sobre todo el desprecio a los cobardes, el odio a lo mezquino, el profundo amor a una patria más digna... Y cuando debe elegir entre su salvación personal, pactando con el poder, o su encarcelamiento en una fría celda de San Marcos de León, no se vende y elige lo segundo.

A este autor que fue considerado un poco Pirandello, otro poco Lorca y otro poco don José Zorrilla, pedagogo con inclinaciones mágicas, nostálgico de la bruma, siempre pugnando entre la realidad y el ensueño, cuyo teatro tiene la misma vigencia hoy que cuando se escribió -a pesar del injusto olvido que lo envuelve-, le dedicamos nuestro encendido recuerdo.




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