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Miguel de Molinos

El 21 de diciembre de 1696 moría en las cárceles de la Inquisición Miguel de Molinos, injustamente tratado por sus contemporáneos y por la crítica posterior, y que sin embargo fue uno de los místicos españoles más importantes.


Miguel Molinos, el último místico español



Para entender un poco el lenguaje de los místicos es necesario recordar que el místico se sitúa siempre paradójicamente entre el silencio y la locuacidad, y así, sus experiencias agotan los límites del poder significativo de la palabra.

También hay que tener presente que la intención primordial del camino místico es ascender al mundo contemplativo y a la unión con Dios, mediante la radical salida de sí mismo. Elemento fundamental de ese recorrido es el “éxtasis”: donde termina la criatura, empieza el ser de Dios; para acceder a él, el espíritu ha de estar “vacío” y “desnudo”, en un estado de receptividad máxima, de tensión y a la vez de quietud.

Molinos fue el creador del llamado “quietismo”, que propugnaba ante todo un amor desinteresado, tan libre del temor al castigo como del afán de recompensa; en su opinión, el alma ha de situarse ante Dios sin dudas ni preocupaciones, “quieta” ante la divinidad, con la confianza de que Dios hará lo restante.

La figura de Miguel de Molinos fue poco estudiada y menos comprendida hasta hace relativamente poco tiempo: dado su proceso y su muerte en prisión, llegó a desvalorizarse y calumniarse su doctrina, calificándola de “exaltada” y “heterodoxa”, y hasta de haber sido también la mayor aliada de la reforma protestante.

Miguel de Molinos nació en 1628 en Muniesa (diócesis de Zaragoza y hoy provincia de Teruel). Apenas se tienen noticias de su vida hasta 1646, en que obtiene un beneficio en la iglesia de San Andrés de Valencia; empezó sus estudios en el colegio de los jesuitas de esa ciudad, y en 1652 se ordenó sacerdote. Probablemente se doctoró en Teología, pues con ese título aparece en sus obras.

En 1663, y sin que se sepan razones, se le nombró procurador en Roma, con la misión de promover el proceso de beatificación de un sacerdote valenciano. Su actividad romana se centraba en la predicación, la dirección espiritual y el diálogo, teniéndose noticia de la rápida difusión de sus enseñanzas, así como también del prestigio e importancia que pronto pasó a tener su persona (el propio Papa Inocencio XI y la reina Cristinade Suecia consultaron con él algunos temas).

En 1675 se publicó en Roma “La Guía Espiritual”, y a partir de ese año, su vida siguió inevitablemente el mismo camino que su obra: un éxito grande al principio, y la persecución y el olvido después.

Se trataba de un pequeño tratado ascético-místico que en sólo seis años alcanzó veinte ediciones, y que no iba dirigido “a todo género de personas, sino a aquéllas llamadas por Dios al interior camino, a las cuales alienta y guía, quitándoles los impedimentos que embarazan el paso a la perfecta contemplación”.

Encontramos en La Guía algunos elementos que también son fundamentales en la teología de San Juan de La cruz y en la mística oriental que, como es sabido, ejerció un influjo notable sobre el carmelita: la preferencia por la plegaria mental, el rechazo del culto a imágenes y reliquias, y el amor a la naturaleza.

Resulta especialmente destacable también, que en pleno siglo barroco, tan lleno de pompas y oropeles, podamos leer estas páginas sobrias, claras, en magnífica prosa castellana que enlaza con la de autores renacentistas como Valdés o Fray Luis, razón por la cual su obra no ha sufrido el deterioro que los caprichos de la moda producen en muchos textos de su siglo: He procurado que el estilo de este libro sea devoto, casto y provechoso, sin exornación de pulidas frases ni sutilezas teológicas; sólo he atendido a enseñar la verdad desnuda con humildad, sencillez y claridad.

Es necesario recordar que en la iglesia católica se venía configurando un clima contrario a la tendencia contemplativa desde el siglo anterior, y es que ortodoxia y poder tienden a formar un bloque monolítico, con lo que aumentan las posibilidades de incurrir en desviación o herejía según sus esquemas, mientras que la Mística es siempre una interiorización del dogma y tiende a eludir el aparato institucional de la Iglesia.

Reconstruyamos, en la medida de lo posible, las circunstancias de su proceso y posterior prisión: “La Guía” había sido recomendada por los mejores teólogos, y su doctrina penetró incluso en la corte de Versalles. Hay opiniones fundadas de que los jesuitas, celosos porque Molinos y sus discípulos les robaban clientes espirituales, influyeron contra él ante Luis XIV, quien ordenó a su embajador en Roma –que, por cierto, era uno de sus grandes amigos-, que lo hundiese, denunciándolo y consiguiendo su detención.

Así pues, vemos como primera causa probable la envidia, y también son indudables las motivaciones políticas: el interés de Francia en su detención se debió con toda probabilidad al deseo de complicar la situación del Papa (amigo de Molinos), y también al intento de eliminar al grupo proaustríaco de Roma, una de cuyas figuras principales era el franciscano que había escrito el prólogo de La Guía y se había ocupado de su publicación.

Por otro lado, en nombre de la corte de Carlos II, se ordenó al embajador español que no interviniese a favor de Molinos cuando éste fue detenido (recordemos que la corte española era entonces un hervidero de intrigas e intereses por la sucesión de un rey enfermo y débil, y en ella predominaban alternativamente las tendencias francesa y austríaca, pero nunca el interés verdadero por las cuestiones españolas).

El prendimiento se produjo el 18 de julio de 1685, diez años después de publicada su obra, y alrededor de su figura irreprochable se tejió un complejo proceso que duró dos años, y en el que se acumularon las amenazas, los interrogatorios, testimonios de testigos, y examen de cartas; sin embargo, todo este material ha desaparecido misteriosamente.

Sesenta y ocho proposiciones atribuidas a Molinos fueron condenadas por “heréticas, sospechosas, erróneas, escandalosas, blasfemas, ofensivas para los piadosos oídos, temerarias, rebajadoras de la disciplina eclesiástica, subversivas y sediciosas”.

En medio de la expectación levantada por el proceso, la figura de Molinos debió de permanecer distante y hermética; algunos testimonios malintencionados dicen que “se estuvo en el tablado tan severo como si dijesen alguna alabanza suya, sin mostrar arrepentimiento alguno”, pero esta postura no era fruto del orgullo, sino precisamente de llevar a la práctica sus propias palabras:“Aquel que en la adversidad, en la desolación del espíritu y en la falta de lo necesario se está firme e inmóvil, ése es el que totalmente es llevado al interior retiro en Dios”. Sin duda fueron esas palabras las que consiguieron mantener su ánimo firme durante los nueve años siguientes en las cárceles inquisitoriales, hasta que murió en 1696.

Sus detractores consiguieron encontrar argumentos contra él, aislando algunas frases de su contexto y presentándolas como prueba, quizá porque desde el primer momento se dieron cuenta de que las cuestiones doctrinales del libro eran inatacables.

Fue condenado y recluido, completamente desprestigiado hasta que murió, y la persecución alcanzó también a sus seguidores y simpatizantes.

Cuando la condena del Santo Oficio redujo a silencio al aragonés, no sólo se estaba recluyendo al último gran místico español, sino que se cerraba también la tradición mística de la Iglesia de Occidente.

Imagen: De Desconocido - commons.wikimedia



Autores de Nuestra Historia
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