El roble del encuentro

Pedro Hidalgo

Primero fue el río.

Un río torrentero que desliza las aguas saltando peñascales y mordiendo derrubios, con dentadura suave, pero avezada a minar terrenos y dejar peñascos en ridícula postura.
El tal río pasó miles de siglos bailando y cantando solfas a la luz del Sol y a la claridad de la Luna que así le escuchaba como yo las coplas de Mingo Revulgo.
Andando los milenios, llegó al valle, por el que discurre el río, un pastor con una docena de cabras y plantó a la vera su choza.
Los pastos no eran abundantes, pero los árboles y arbustos ofrecían hojas para nutrir una numerosa cabrada.
Y hubo cabrada numerosa. El cabrero halló cabrera, éstos tuvieron (iba a decir cabritos) muchos hijos, y así nació en el valle un poblado. El poblado creció, el río también y crecidos ambos, aprendieron a cantar, el río viejas canciones, y los lugareños unas mas nuevas, las cuales, ahora viejas, alegran el poblado como si acabaran de nacer.
Ahora el poblado se encara con el río, a la espalda comienza un alto, ancho y largo monte, en el cual no hay manera de dar dos pasos sin salir cardado por las bardusqueras de matojos de roble, brezos, retamas y zarzales.
La emprendo monte arriba y, por los sitios más andaderos, llego al Encuentro.
Me encaro con el viejo roble y le saludo. el me contesta con el fruf, fruf de las hojas movidas por la brisa.
El viejo permanece tan tieso. A su sombra nace un manantial. Las pocas aguas discurren por un regato al que ahoga la maleza antes de que se convierta en arroyo.
El Roble está tan viejo que da la sensación de que a los primeros vendavales se tumbará para no alzarse más.
Me siento a la sombra del Roble y medito. ¡Ay, amigo! Ya recuerdo, cuando niño, prediqué sobre tu copa, recogí tus bellotas y te entoné este canto:


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