Cuando la veteranía era un grado
En aquellos años cuando chavales en el pueblo, los más pequeños mirábamos con una cierta envidia, que casi nos perseguía muchas veces, a los que eran más mayores que nosotros, y que eran a los que siempre escuchábamos llamarles los mozos del pueblo. Era una palabra que nos gustaba, y a toda costa queríamos hacernos mayores pronto para emularlos en sus actos y en lo que pensábamos que eran sus grandes privilegios para con el resto de vecinos.
Porque, por lo que veíamos, entendíamos que los mozos del pueblo tenían una serie de prerrogativas frente, por ejemplo a nosotros, que éramos entonces mucho más pequeños que ellos y que nos echaban siempre de todos los sitios con frases tales como “quitad de aquí, niños, que estorbáis”. Por lo que, de manera casi general, nos estaban relegando siempre a los últimos lugares en los acontecimientos del pueblo. Así, uno de esos privilegios le veíamos muy claro en el hecho de que no tuviesen que acudir a diario a la escuela, y no estar sujetos a todo lo que ello suponía para nosotros en cuanto a no disponer de libertad de movimientos, restricciones en el tiempo de juegos en la calle y también tener que dedicar muchas horas a los estudios y a las tareas escolares. Claro, que para nada pensábamos en esos momentos en los duros períodos de tiempo que ellos pasaban en el campo realizando las tareas agrícolas, sobre todo durante los meses de verano; que, aunque nosotros también ayudásemos en casa en la medida de nuestras posibilidades, lo hacíamos siempre en espacios cortos de tiempo y en trabajos, pudiéramos decir, menores.
Otro privilegio que también a los chavales nos parecía evidente, era el hecho de que pudiesen subir al campanario de la torre y voltear las campanas el día de la fiesta del pueblo; así como, en otro caso, tener la oportunidad de poder llevar a hombros las andas con el Santo en su procesión por el pueblo; que a nosotros, en buena lógica, no se nos permitía ni una ni otra cosa por nuestra corta edad. Y que, eso sí, se nos despachaba siempre con aquello de que ya podríamos hacerlo cuando fuésemos más mayores o mozos, simple y llanamente. Aunque nosotros anduviésemos siempre por el medio, por si, en un descuido de alguien, pudiésemos cumplir algunos de nuestros deseos en aquellos aspectos en concreto.
Y privilegio en exclusiva de los mozos, considerábamos también, era el hecho de poder enramar la puerta de la casa de sus novias con las ramas verdes de los árboles del río que la tarde anterior habían cortado con gran algazara. Y es que, quizás aquí, ya habíamos comenzado algunos de nosotros a sentir un algo por alguna de las chicas del pueblo y… A veces, ocurría también que lo que nosotros considerábamos privilegios de los mozos del pueblo, no lo eran tanto, pues en la mayoría de las ocasiones se recurría a ellos para que realizasen algún trabajo extra en beneficio del pueblo; o preparasen cada año las fiestas, con los consiguientes quebraderos de cabeza.
Contándose también con ellos cuando se trataba de llevar a cabo algún acontecimiento extraordinario en el pueblo. Como era el caso de cuando, con motivo de producirse el cantamisa de un nuevo sacerdote, la tradición decía que había que levantar en el pueblo un “mayo” (un palo de dimensiones considerables proveniente del tronco de un gran árbol al que se le había despojado de sus ramas) en una de las eras del pueblo y con una especie de bandera blanca en la cima. Ahí, nosotros sólo valorábamos la fiesta alrededor del mismo, y no precisamente el esfuerzo y dedicación que ello suponía de alguna manera para los mozos. Siempre con los mozos de acá para allá, siendo el centro de atención de todo y de todos; y nosotros, los chavales, relegados al final de casi todo. Así que en nuestras conversaciones de chavales, sólo buscábamos hacernos mayores pronto para pasar a ser entonces, ¡qué inmensa alegría!, los mozos del pueblo.
Otro privilegio que también a los chavales nos parecía evidente, era el hecho de que pudiesen subir al campanario de la torre y voltear las campanas el día de la fiesta del pueblo; así como, en otro caso, tener la oportunidad de poder llevar a hombros las andas con el Santo en su procesión por el pueblo; que a nosotros, en buena lógica, no se nos permitía ni una ni otra cosa por nuestra corta edad. Y que, eso sí, se nos despachaba siempre con aquello de que ya podríamos hacerlo cuando fuésemos más mayores o mozos, simple y llanamente. Aunque nosotros anduviésemos siempre por el medio, por si, en un descuido de alguien, pudiésemos cumplir algunos de nuestros deseos en aquellos aspectos en concreto.
Y privilegio en exclusiva de los mozos, considerábamos también, era el hecho de poder enramar la puerta de la casa de sus novias con las ramas verdes de los árboles del río que la tarde anterior habían cortado con gran algazara. Y es que, quizás aquí, ya habíamos comenzado algunos de nosotros a sentir un algo por alguna de las chicas del pueblo y… A veces, ocurría también que lo que nosotros considerábamos privilegios de los mozos del pueblo, no lo eran tanto, pues en la mayoría de las ocasiones se recurría a ellos para que realizasen algún trabajo extra en beneficio del pueblo; o preparasen cada año las fiestas, con los consiguientes quebraderos de cabeza.
Contándose también con ellos cuando se trataba de llevar a cabo algún acontecimiento extraordinario en el pueblo. Como era el caso de cuando, con motivo de producirse el cantamisa de un nuevo sacerdote, la tradición decía que había que levantar en el pueblo un “mayo” (un palo de dimensiones considerables proveniente del tronco de un gran árbol al que se le había despojado de sus ramas) en una de las eras del pueblo y con una especie de bandera blanca en la cima. Ahí, nosotros sólo valorábamos la fiesta alrededor del mismo, y no precisamente el esfuerzo y dedicación que ello suponía de alguna manera para los mozos. Siempre con los mozos de acá para allá, siendo el centro de atención de todo y de todos; y nosotros, los chavales, relegados al final de casi todo. Así que en nuestras conversaciones de chavales, sólo buscábamos hacernos mayores pronto para pasar a ser entonces, ¡qué inmensa alegría!, los mozos del pueblo.
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6 comentarios en el blog:
Se anhelaba ser mozo cuando eras pequeño, anhelas volver a ser mozo cuando eres mayor...La verdad es que es una buena época de nuestra vida.
Interesante leer este nuevo repaso a tu niñez en tu pueblo, en el que la veteranía era un grado y los mozos, como es lógico, estaban por encima de los más pequeños. Los mayores eran nuestros maestros, de ellos aprendimos y copiamos muchas cosas, y sin darnos cuenta en cualquier momento podíamos ocupar su lugar porque nos habíamos hecho mozos.
José Carlos Martínez Mancebo, un autor que ha tratado mucho este asunto de los mozos, recuerda lo que se les pedía a los mozos forasteros cuando vienen a pretender:
"El mozo forastero que se permitiera la libertad de requerir de amores a alguna joven de esta villa en público o privado, sin el previo aviso de la Junta directiva de esta sociedad, se le impondrán por tal atrevimiento la obligación de satisfacer diez pesetas para un refresco, que disfrutarán todos los socios, según costumbre inmemorial".
Ahí los años mozos ,no había otra cosa como los años mozos ,cuando las muchachas se montaban y las sacaban a bailaron las envitaban a algún refresco eso si que corra el aire que el tema estaba peliagudo y más si eras forastero
Eran los mozos y como las mozas cada uno en su lugar
Ahora verdad que si añoramos los años mozos
Muchas gracias por leerme y hacer vuestros comentarios al respecto sobre este relato: Antonio, Alfonso, Froilán y Jarrr. Claro que los más pequeños en aquel entonces queríamos hacernos pronto mozos para poder gozar de algunos privilegios que, según nos parecía a nosotros, ellos tenían en el pueblo; pero claro, no nos dábamos cuenta de que, “a sensu contrario”, tenían también sus obligaciones que eran ineludibles para ellos. Aún así, nosotros entendíamos que ellos gozaban siempre de la preferencia de todo el pueblo, así que cuanto antes, queríamos ser como ellos. Saludos.
Recuerdos y costumbres bonitas, ahora, cuando ya somos adultos, precisamente se anhela ser niño y vivir como si fuera un niño las costumbres de antaño. Quién pudiera, solo nos queda el recuerdo que bien nos lo traes aquí.
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