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Santos Froilán y Martino

De tod@s es más o menos conocida la historia del lucense Froilán que pasó la mayor parte de su vida en León: primero en el Bierzo, más tarde en el monte Cucurrino y por fin en la diócesis legionense. Siendo muy joven decidió hacer vida de ermitaño en Vega de Valcarce, pero le tiraba tanto la predicación que no paraba de evangelizar por aldeas y villas. Llegó un momento en que le asaltaron grandes dudas: ¿su vocación era de eremita o de predicador? Así que consultó a Dios, creador de las leyes naturales, para que le mostrara su voluntad. Dicen que introdujo en su boca un puñado de brasas poniendo a Dios en un brete: si los rescoldos quemaban su boca se dedicaría en exclusiva a la meditación y la oración, pero si no se abrasaba la Providencia le estaría diciendo que tenía que continuar con la evangelización. Esto es lo que ocurrió.



En sus viajes apostólicos Froilán llevaba siempre consigo sus libros y legajos para lo que se servía de un burrín. En una de sus correrías al cruzar por el monte le salió al paso un lobo muerto de hambre pero muy vivo que atacó a su pollino y se lo comió. No todos los hagiógrafos coinciden en la reacción del Santo. Unos dicen que miró a la fiera con la dulzura de Francisco de Asís y el animal se rindió a sus pies. De allí en adelante siempre lo acompañó y Froilán, que era muy práctico, lo aprovechó para llevar los serones de su biblioteca ambulante. Otros nos presentan al santo como un hombre de carácter que maldijo al animal y le obligó a cargar con las alforjas.


Hay crónicas que sitúan la escena en Valdorria a donde más tarde se retiró para estar en lugar más apartado: el monte Cucurrino. Para hacer sus oraciones y contactar mejor con Dios decidió construir una ermita en lugar alto. Para sus trabajos utilizaba a su burro que en los serones transportaba las piedras. Todo iba bien hasta que apareció “el terrible lobo” que consumó su faena de depredador. Sólo cambia en la historia que en vez de libros la bestia transportaba materiales de construcción. El escultor Subirachs dejó plasmado el suceso en el bronce de una de las puertas del santuario de la Virgen del Camino.


Quienes dibujan el perfil del santo como persona de carácter fuerte y con sus prontos narran otra anécdota libresca. Al levantarse un día se dio cuenta de que sus códices tan preciados para él estaban roídos. Se quedó camuflado a la entrada de la cueva donde habitaba para ver si sorprendía al roedor. Poco tiempo había pasado cuando observó que entraban en la caverna unos conejos que iban muy decididos hacia la biblioteca. Montó en cólera el vigía y los espantó entre maldiciones. Los efectos fueron fulminantes ya que en mucho tiempo nadie vio conejos por la comarca.

Esta leyenda de San Froilán tiene una hermana contada en Arbás del Puerto: los canónigos agustinos acarreaban piedra desde el Pico Tres Conejos, eso dicen, para construir el hospital de peregrinos sirviéndose de una carreta tirada por una pareja de bueyes. Estaba ya avanzada la primavera y comenzaban a despertarse los osos. Una mala tarde el ermitaño Pedro hacía el último viaje del día cuando le salió al paso un oso tan hambriento que en un santiamén se devoró uno de los bueyes. El monje, que debía ser muy santo, condenó al oso a hacer pareja con el buey superviviente hasta concluir las obras. Dos modillones que hay a la puerta de la Colegiata de Arbás dan testimonio de tan legendaria y milagrosa pareja de tiro.

Dentro del imaginario de la cultura popular y la devoción cristiana leonesa ocupa un lugar destacado también la figura de San Martino. Por su natural parece ser que no era muy amante de los libros, pero el espíritu de San Isidoro lo metió en vereda. Un cuadro hay que representa al santo obispo de Sevilla obligando al monje a tragarse un libro. Ya converso al bibliotequismo (si creemos la versión) recorrió prácticamente todo el mundo entonces conocido incrementando viaje a viaje su sabiduría. Posiblemente él fue quien trajo hasta nuestras tierras las nuevas ideas del Císter. Llegó Martino a ser abad de los canónigos de la Colegiata de San Isidoro.

Era hombre sobrio y penitente hasta el exceso pues tan sólo bebía agua pura y clara cada día. Como excepción a la regla se permitía mancharla con unas gotas de vino en las celebraciones. Su austeridad no caía bien entre los canónigos de San Isidoro que eran amantes del buen yantar y del mejor beber. Tal vez en medio de estas discordias nació la leyenda de la barrica de San Martino con un cierto carácter burlón. Atribuyen al Santo la idea de instalar en un lugar secreto una barrica de roble donde se guardaba el vino que bebían los canónigos de la basílica. Desde aquellos tiempos del siglo XII se conserva milagrosamente el vino de la cuba gracias a un ritual que tiene lugar el Jueves Santo después de los Oficios. El abad acompañado del administrador acude a este lugar que se sigue manteniendo secreto para extraer del tonel un litro de vino dulce. Una vez cerrada la espita repone la pérdida con dos litros de mosto compensando de esta forma lo que merma al largo del año por la impregnación de la cuba y la evaporación. Tan sólo los canónigos tienen derecho a paladear el vino centenario. Hubo un tiempo en que este ceremonial se realizaba la Nochebuena después de la Misa de Gallo.

Dos grandes sabios, dos hombres austeros y penitentes, dos historias que constituyen una parte importante del patrimonio cultural y religioso de la ciudad de León más allá de las creencias y credulidades de cada cual.




EL CAMINO OLVIDADO
Una serie para Curiosón de Jacinto Prada

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